
Cuando Jesús extendió su mano y tocó al leproso que se le había acercado rogándole de hinojos, nos dice el Evangelio que “se conmovió profundamente”. Le conmovió, sin duda, aquella súplica del leproso jamás oída: “si quieres, puedes limpiarme”. Entre los cinco sentidos que, según la canción que le oía cantar a mi madre siendo yo un niño, “perdemos cuando nos enamoramos”, el del tacto es el de la libertad. Veo y no soy visto. Oigo y no soy oído. Huelo y no soy olido. Si toco con mi mano, en cambio, soy tocado. No puedo tocar sin ser tocado. Lo que toco me toca a mí. Si Jesús toca con su mano al leproso, éste le puede contagiar su enfermedad. La libertad no es solo la capacidad de elegir. Es también la capacidad de asumir las consecuencias de lo que elegimos. El hecho de que veamos, oigamos u olamos cualquier cosa no siempre tiene consecuencias para nosotros. El hecho de que toquemos algo las tiene siempre.
Jesús y el leproso lo sabían y por ello brotó del corazón del leproso aquella súplica jamás oída: “si quieres…”. Es la misma súplica que brota silenciosa en nuestro corazón tan pronto como alguien se acerca a nosotros: “trátame bien, trátame con tacto como tú también querrías que yo te tratase”. Cada cual puede ser para el otro como un dios que castiga o un hombre o mujer que acoge, ayuda o trata con tiento. Con tacto o sin él en lo que hacemos o decimos: he aquí la opción de la libertad. Ser libre no consiste en poder hacer o decir lo que a cada uno le dé la gana. Si la libertad se ha convertido hoy en un valor absoluto, intocable, es porque ha perdido su verdadero sentido hace mucho tiempo. Ha perdido el sentido del tacto, que es el sentido de la libertad. La libertad no es nunca un valor absoluto sino relativo. Sin tacto en lo que se hace o dice, en la manera de tratar a los demás, se convierte en un valor absoluto y se echa a perder por entero. El que juega a ser como Dios deja de ser lo que es: persona humana, alguien que no sufre el trato sin tacto.
Ahora podemos entender mejor la súplica del leproso que conmovió a Jesús. Le conmovió el hecho de encontrarse ante un ser humano en su más profunda verdad. La humildad de la súplica habla por sí sola al corazón de cada uno: ¿no habla también el leproso en nuestro propio corazón? En él cada cual bien puede sentirse representado. En él el Salvador toca nuestra piel, sensible al buen o maltrato, y nosotros tocamos su cuerpo, lleno de vida y de luz. Y, al tocar su cuerpo, la vida y la luz del Resucitado llega a nosotros y nos convierte en criaturas nuevas.
De algún modo el milagro del encuentro entre Jesús y el leproso tiene lugar en cualquiera de nuestros encuentros, siempre que tratamos a los demás como quisiéramos que ellos nos tratasen. El tacto, en contra de lo que cantaba mi madre, no podemos perderlo ni siquiera “cuando nos enamoramos”.
Texto escrito por V.M.P.