LAS DOS CARAS DE LA VIDA

Imagen de la transfiguración del Señor

Era un brillante hombre de negocios. Cuando estaba inmerso en sus operaciones, era capaz de hacer cálculos con la mayor rapidez. Era, además, muy generoso con sus hermanos: cada vez que se veían en apuros allí estaba él para echarles una mano. Con su mujer y sus hijos era de una ternura desbordante. Hasta que, un día, empezó a olvidar cosas: un grifo sin cerrar, una estufa sin apagar…Una mañana tomó el autobús y su familia, angustiada, no dio ya con él hasta el anochecer. El diagnóstico estaba claro: tenía Alzheimer. Las cosas, poco después, comenzaron a empeorar: empezó a acusar a su mujer de que le robaba. Para tranquilizarle, a ella se le ocurrió entonces meterle en el bolsillo un fajo de billetes repartido en pequeñas cantidades: así tendría la sensación de que llevaba mucho dinero encima. A veces, salía a pasear en pijama. En los escasos momentos de lucidez que acertó a tener, antes de perderse en la noche, rompía a llorar. Hasta que llegó el momento y fue necesario internarlo. A su familia le embargaba una pena indecible cada vez que le visitaba. Al que fuera esposo y padre había que cambiarle ahora los pañales. Se pasaba los días mordiendo un trapo. No reconocía ya a nadie.

Cuando la enfermedad da la cara uno se encuentra, con frecuencia, ante la negación, tanto en la mente del propio enfermo como en la de sus allegados: “no es posible”, “no le está pasando eso a él”. Y, cuando la enfermedad se acaba apoderando de alguien, crece la tentación de alejarse de él, como si ya no existiera ¿Cuál es, pues, el verdadero rostro de la vida? ¿Quiénes somos realmente cada uno de nosotros? La respuesta a estas preguntas sólo podrá encontrarla el que esté dispuesto a contemplar juntas “las dos caras de la vida”. Y esto es precisamente lo que nos propone el relato evangélico de la Transfiguración. Veámoslo.

Este relato es conocido tradicionalmente como el de la Transfiguración de Jesús. En pocas palabras, Jesús invita a sus discípulos más íntimos a subir con él a lo alto de una montaña. Allí le verán, de pronto, traspasado de luz y en conversación con dos personajes decisivos del Antiguo Testamento. Una voz del cielo les invitará, entonces, a escuchar al Hijo querido de Dios. Nuestras reacciones ante este relato varían desde el estupor que provoca en nosotros todo lo irreal y prodigioso hasta el impulso de piedad que puede suscitar en cada uno la presencia misma del Hijo de Dios, que se nos ha dado a conocer en su divinidad. Pasamos así un tanto de soslayo sobre lo que este relato intenta comunicarnos de una manera un poco desconcertante: entre los anuncios de su Pasión y la cercanía de su muerte, que se perfila ya en el horizonte, la fe de sus íntimos ve y comprende acerca de Jesús ciertas cosas que escapan al común de los mortales. En otras palabras, mientras el común de los mortales no ve en Jesús más que a un condenado a muerte y a un desgraciado, la fe de sus íntimos sigue viendo en él al ser extraordinario y único que ha sabido hablar sobre Dios de una manera extraordinaria y única. Su fe ha sido capaz de contemplar, a la vez, las dos caras de la vida: el rostro doliente y desfigurado, por una parte, y el semblante del ser querido y único que conocieron, por otra. Ambas forman parte de nuestra realidad humana.

Si bajamos al nivel de los hechos, nos encontraremos con que las cosas no sucedieron probablemente tal como se nos han contado: la transformación fulgurante de cuerpos y vestidos,  la nube que envuelve a los protagonistas del relato, la voz que resuena de ultratumba…El evangelista recurre a un lenguaje llamativo para comunicarnos algo profundo y verdadero: es su unión con Jesús en el amor la que les ha permitido a los discípulos superar la atrocidad de su proceso y de su muerte y adentrarse en la experiencia de la Pascua.  Es la mirada que nace del amor la que hace posible ver más allá de un desecho de ser humano.

Cuando uno vuelve al relato de la Transfiguración, se queda con la impresión de que el foco está puesto, en él, sobre la persona de Jesús: craso error. No podemos hablar de Jesús sin pensar en nosotros mismos. Jesús no hace otra cosa que abrirnos el camino. Por eso, cada uno de nosotros no es uno sino dos a la vez: las dos caras de la vida, el ser vestido de luz que es el Hijo amado de Dios y el hombre o la mujer de rostro desfigurado por el dolor. Es muy fuerte la tentación de ver solo, en uno mismo o en los demás, al ser vestido de luz cuando la vida nos sonríe. O al ser hundido en las tinieblas cuando la vida nos golpea. El relato de la Transfiguración nos enseña: cuando el cielo se cubra de sombríos nubarrones, alza tú los ojos hacia las alturas de la fe y no olvides al ser luminoso y bendecido que eres. Es lo que hacen quienes cuidan de aquellos seres cuyo espíritu ha volado hacia mundos imaginarios, como los enfermos de Alzheimer. Sus ojos traspasan las tinieblas para seguir viendo al ser luminoso que han amado.

Voy a confesar una costumbre que he tenido. Durante varios años pude ver a muchos recién nacidos cada vez que visitaba con mi mujer a las parejas para preparar el bautismo de sus vástagos. Me quedaba entonces mirándoles a los ojos mientras me preguntaba: “¿qué será de esta criatura?”. Hoy en día, cada vez que me encuentro con alguien, quién quiera que sea o cuál sea su conducta, no puedo dejar de imaginarme al bebé que fue, al muñeco de sonrisa tierna y luminosa que todos hemos sido una vez. Ya lo sé: me hablaréis de Hitler, de Saddam Husseim, de Gadafi…¿ha muerto para siempre, en algunos casos, el muñeco enternecedor? ¿O nos engaña el relato de la Transfiguración? Seamos, pues, como los centinelas en pie hasta la aurora, el día en que el ser luminoso acabará traspasando las tinieblas y Pascua será, al fin, una realidad universal. Al menos, si nos queda fe para entonces…

André Gilbert

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