
La liturgia pascual proclama estas palabras de Juan: «el sábado al atardecer, durante el encuentro semanal de la comunidad, encerrados aun los discípulos por miedo a los judíos, experimentaron una presencia que les llenó de una paz profunda. Cuando esta paz dio, a su vez, origen a la fe en aquel que había sido crucificado y muerto, los discípulos sintieron un gozo inefable. Fue entonces cuando recibieron la misión de salir de su estupor y guiar a los demás a la misma fe, a la misma paz, al mismo gozo, liberándose, así, de este mundo, lleno de perdición y de muerte, y descubriendo la vida verdadera. El camino de la fe no es evidente, como lo manifiesta Tomás, porque se trata de la fe en un crucificado, esto es, del descubrimiento de la paz y del gozo a través de los sufrimientos y de la muerte»
Amigos lectores, este relato representa, para mí, un desafío considerable, tanto por su comprensión como por su llamada a la fe. Hay que prescindir, ante todo, de una lectura superficial y de primer nivel, como si el evangelista se hubiera propuesto informarme sobre los poderes extraordinarios del Resucitado -capaz de atravesar las paredes y oír las conversaciones de todo el mundo, incluido Tomás- o recordarme que, a los once discípulos más cercanos, les ha concedido el poder de confesar y perdonar los pecados. Este relato, como su final pone de manifiesto, se dirige, en realidad, a todos nosotros, hombres y mujeres de todos los tiempos, para que tengamos vida. En la medida que es como el trampolín para una experiencia de fe, el relato en cuestión no se refiere simplemente a una realidad del pasado sino a contenidos actuales que están a mi alcance y puedo descubrir. He aquí el desafío.
Sabemos distinguir la vida física de la vida plena para una persona auténtica: algunos están vivos, pero su corazón está muerto; otros, en cambio, a pesar de su salud precaria, respiran felicidad a pleno pulmón. Cuando Jesús habla de vida, no se refiere simplemente a la vida física porque él mismo murió a la vida física.
Hay que distinguir también entre la paz de la que hablan cuantos no quieren que nadie les moleste, como si la paz fuera falta de preocupaciones, y la paz profunda, manifestada por aquellos seres humanos que se encuentran en el corazón de la adversidad, entre preocupaciones y circunstancias nunca antes vividas, como en el momento de la muerte. Jesús dijo a sus discípulos: «yo os dejo mi paz». Y poco después tuvo que enfrentarse, él mismo, a la incomprensión, los tormentos y la muerte.
Hay, en fin, otra distinción que notar entre el gozo anunciado en televisión por cualquiera con una botella de Coca-cola en su mano y el gozo profundo de alguien que ha encontrado el amor de su vida. Yo imagino que Juan se hace eco fiel de la vida de Jesús cuando pone en sus labios estas palabras: «os digo estas cosas para que mi gozo esté en vosotros y vuestra alegría sea completa».
Y ahora, la gran cuestión: «¿dónde tener la experiencia de esta paz y de este gozo y encontrar, así, la vida que las preocupaciones, el sufrimiento y la muerte física no pueden alcanzar? Indagando en mi propia experiencia saco a la luz un recuerdo de infancia: cada noche, mientras me iba quedando dormido, mi padre tenía la costumbre de entrar muy despacio en mi habitación a oscuras para cerciorarse de que estaba bien arropado en mi cama. Aun recuerdo aquella sensación que me llenaba de paz: alguien velaba sobre mí y yo me sentía protegido. Es evidente que este sentimiento ha dejado huella en mi personalidad y en los caminos de mi vida. Con el tiempo, sin embargo, ya no basta este sentimiento para hacer frente a ciertas situaciones en la vida. No puedo explicar ahora con detalle cómo ha tenido lugar el tránsito desde aquel sentimiento infantil hasta mi fe actual en Alguien que vela sobre mí y me protege en todas las circunstancias de la vida. O, más bien, cómo tiene lugar cada día este tránsito. Queda claro, de todos modos, que, sin esta vivencia de seguridad y amor, un ser humano no puede alcanzar su plenitud. Sin esta vivencia, es difícil sentirse liberado de toda forma de esclavitud, división, amargura o pecado.
El evangelista me asegura: «es Jesús de Nazareth quien me ha hecho descubrir esta dimensión de un mundo habitado por un Padre amoroso». Sé que alguien como el Dalai Lama, cuya paz y cuyo gozo admiro profundamente, encuentra de otra manera el poder de la serenidad que nos abre al futuro. Lo que me parece esencial, en todo caso, es que esta vivencia llegue a integrar todos nuestros sufrimientos, miedos, guerras y muertes, porque nuestra fe es en la Resurrección de los muertos, no en una vida sin muerte. La fe en el futuro es fe en algo que escapa a nuestro control: el Espíritu es como el viento, oyes su voz pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. He aquí la dificultad con la que tropieza Tomás y también nosotros, tal vez.
Texto original de André Gilbert traducido por V.M.P.