LA EVOLUCIÓN DE LA FE


Con la edad, como es mi caso, nos sucede, como a Tomás, el mellizo: nos cuesta más creer y sentimos menos que antes la presencia de Dios ¿Qué nos pasa, pues?

El paralelo más lúcido que he podido encontrar  para comprender la evolución de la fe es el de la relación entre padres e hijos. Mientras somos pequeños nuestros padres están siempre ahí, protegiéndonos y mimándonos, porque dependemos para todo de ellos. En el plano espiritual, nos sentimos bendecidos por Dios y su presencia a cada instante nos es manifiesta. En el evangelio, esta etapa infantil corresponde a los relatos de milagros, en los que se proclama las maravillas de Dios. Teresa de Lisieux disfruta como una niña al contemplar aquella nieve inusual que ha pedido y ve caer el día de su profesión religiosa. Un Ayton Sena, campeón de fórmula uno, presume de la protección divina.


Después viene la adolescencia y uno empieza a descubrir otro mundo diferente del que le enseñaron sus padres. Aquel pone a éste en cuestión. En el mundo de la fe, uno empieza a constatar que puede vivir muy a gusto y de una manera auténtica sin Dios. Comprueba, además, que las injusticias y el mal están presentes de tal modo en el mundo que este planeta parece seguir su curso sin que Dios haga nada por él. En el evangelio, esta crisis aparece, sobre todo, con los acontecimientos de la Pasión y condena de Jesús: ya no hay milagro alguno, lo único que hay es la dura realidad de la vida. Teresa de Lisieux sufre también la tortura de de esta crisis. Ayton Sena muere en un accidente de fórmula uno.


¿En qué se convierten los padres para sus hijos cuando éstos se hacen mayores? A menos de haber quedado bajo su tutela, los hijos ya no tienen con sus padres una relación utilitaria. La única posibilidad, pues: un nuevo tipo de relación, mucho más de igual a igual, centrada, más bien, en alguna forma de amistad ¿No sucede algo parecido también en nuestra relación con Dios? Alguien podría bramar de indignación ante la sola posibilidad, recordando que ningún ser humano es Dios: ¡es evidente! Con todo, ¿no ha dicho Jesús aquello de que «ya no os llamo siervos sino amigos…»?


El evangelio que nos cuenta lo que sucedió después de la muerte de Jesús apunta claramente en esta dirección ¿Por qué se alegran los discípulos de ver a Jesús? La fuente de su alegría no es otra que el mero hecho de verle presente, vivo. Se diría, entonces, que semejante actitud no fue posible sino tras una experiencia de duelo, como la que vivieron los propios discípulos. Tuvo que morir antes el rostro omnipresente y omnipotente del padre…



¿Qué es lo que mueve a Tomás a exclamar: «Señor mío y Dios mío»? ¿Es que ha recibido, acaso, un favor especial,  como pudiera ser, por ejemplo, el de haber sido curado? En absoluto. Su exclamación creyente brota de quien se ha sentido conocido por Jesús. En realidad, Jesús no hace otra cosa que repetir las palabras que había dicho ocho días antes en presencia de los demás discípulos, como si Tomas hubiera estado también entre ellos. Se trata de una clase de conocimiento que solo es posible cuando existe un amor profundo. Algo similar se puede decir de lo que le pasó a María Magdalena cuando se encontró con el hortelano junto al sepulcro vacío y éste le dijo: «¡María!». Ella, entonces, exclamó: «¡Rabuni!». Como enseña el evangelio de Juan: «el pastor conoce a las ovejas por su nombre».

Cuando Jesús dice «Como el Padre me ha enviado, así también os envió yo» a lo que somos enviados nosotros es a una situación en la que los padres se hacen a un lado para que sus hijos puedan tomar el relevo. Para proseguir una misión hace falta un mínimo de igualdad en la relación. Éste es el sentido que reviste la donación del Espíritu: nos hace capaces de tomar distancia de nuestra propia vida  para dar vida a otros. Teresa de Lisieux dijo, antes de morir: «después de mi muerte quiero seguir siendo misionera».



Digo todo esto porque estoy convencido de que este paradigma nos puede ayudar a dar pasos hacia una fe adulta, la fe que brota de la Pascua. Aun siendo, como somos, criaturas marcadas por la finitud, la limitación y el pecado, nos sentimos llamados a un amor de intimidad, como si fuéramos iguales que nuestro Creador. No nos seguirán faltando, con todo, momentos de suplica, pero como le sucede a un amigo cuando se abre con su amigo.



Mi dificultad para creer guarda relación seguramente con lo difícil que es, en sí, el nacimiento de la fe después de Pascua: es necesaria, ante todo, la experiencia de alguna forma de duelo en la manera de concebir al que siempre hemos llamado «Dios». En la celebración de cada domingo, ¿por qué no exclamar: «¡Qué grande es el misterio de la fe!»?

Texto escrito por André Gilbert y traducido por V.M.P.

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