
Voy a contar la historia verídica de Salomón y Dahiru, grandes amigos entre sí desde que iban a la escuela. El primero era cristiano, un hombre de aspecto rechoncho y descendiente de una familia de granjeros desde hacía varias generaciones. El otro era musulmán, un hombre alto y delgado, descendiente de una tribu que se dedicaba a la cría de astados. Los hechos tuvieron lugar en Nigeria, país donde tales diferencias entre individuos pueden ocasionar la muerte. Pero las comunidades que rodeaban a nuestros dos protagonistas lograban siempre convivir en paz: si algún rebaño pisoteaba un campo o un criador se encontraba con algún obstáculo en su camino hacia fuentes de agua, las diferencias se terminaban solventando amigablemente.
Con el tiempo, sin embargo, las familias de granjeros fueron creciendo, el calentamiento climático acabó secando las tierras, la tierra buena escaseaba cada vez más, los granjeros encontraban sus cosechas arruinadas por los rebaños a su paso y los criadores se veían agobiados por nuevos cercados y plantaciones. Acabo estallando el conflicto, las comunidades entraron en guerra y los ataques entre una y otra fueron sucediéndose: cosechas destruidas, animales masacrados, aldeas incendiadas, personas asesinadas. Salomón y Dahiru tuvieron que abandonar sus comunidades respectivas y se convirtieron en refugiados.
Es en este contexto donde a mí me gustaría volver a leer el evangelio de Pentecostés. Para empezar, Juan pone en labios de Jesús este evangelio con ocasión de su cena de despedida, en el mismo momento en que su misión empieza a parecer un fracaso y a precipitar el odio de las autoridades judías. Queda claro, entonces, que no podrá escapar a una muerte inminente. Cuando Juan escribe este pasaje, hacia el año 90 d. c., él y su comunidad tienen que hacer frente a la hostilidad creciente de la sociedad y, en particular, de la comunidad judía, que acaba de expulsar a los cristianos de la sinagoga. Son horas sombrías en las que uno se siente solo y vulnerable.
¿Qué dice Jesús a sus discípulos cuando se despide de ellos y qué nos está diciendo también a nosotros? Que no serán abandonados a su suerte porque recibirán ayuda, es más, podrán invocar al Ayudante, pues será como un amigo que se acerca y se pone a su lado en los momentos difíciles. Este Ayudante será en ellos como una fuerza inspiradora, para que puedan actuar como Él en las mismas circunstancias. Como Él ya no estará físicamente a su lado, será el Ayudante quien tome el relevo a través de sus palabras y sus gestos. De hecho, debería decir: «podréis actuar como Dios mismo lo haría porque este Ayudante es el aliento mismo de Dios».
Pero ¡atención! Todo esto no tendrá lugar de la noche a la mañana. Ser adulto en la fe requiere tiempo, mucho tiempo. Es un largo camino, pues aprender a seguir los pasos del Maestro, responder a la incomprensión con la entrega paciente de sí mismo, reaccionar ante el mal, el odio y la violencia con un amor dispuesto al sacrificio voluntario, todo esto queda fuera de nuestro alcance a menos que aceptemos la guía del Ayudante y nos abramos por entero a su aliento interior, apenas perceptible. Cuando lo hagamos Él será glorificado, es decir, la vida extraordinaria que ha venido a traernos saldrá a la luz y podremos comprenderle en plenitud, a Él y a Dios mismo. No hay diferencia alguna entre Él, su camino, y Dios mismo.
¿Cómo reaccionar ante semejantes palabras? Uno puede pensar: ¡qué hermoso! Pero no es suficiente. También hoy el aliento imperceptible de Dios hace su obra dentro de nosotros: como dice San Pablo, «el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rom 5, 5), es decir, todo ser humano tiene, en su interior, algo divino que es la capacidad de amar sin límites, sin condiciones, sin restricciones ni reservas. Como sucede con una ventana, uno puede abrirla para que entre el aire o cerrarla a cal y canto. Es aquí donde se vive el drama humano. No se nota, por lo común, una gran diferencia entre una ventana abierta y otra cerrada hasta que uno pasa por un mal momento.
Pensemos en alguien que está pasando por un mal momento. Todo el mundo le dirá, entonces: «respira con calma, inspira, espira…». Solo cuando abra bien sus pulmones, deje entrar en ellos el aire fresco y expulse el viciado, volverá a encontrar su centro, su ser propio. Lo mismo sucede en muchos de nuestros momentos difíciles: o bien dejamos entrar con calma el dolor y lo vamos haciendo propio y, a lo más profundo y mejor que hay en nosotros, le dejamos dar una respuesta, o bien nos crispamos, rechazamos con dureza lo que vemos y damos rienda suelta al rencor, al odio y a la violencia. Juan da nombre a esta respuesta de lo mejor de nosotros: el Espíritu Santo o Ayudante gracias al cual podemos continuar el camino iniciado por Jesús.
Pero volvamos a Nigeria. Tres años tardó en reanudarse el diálogo entre las dos comunidades a través de encuentros que empezaban siempre con una oración -cristiana una, musulmana la otra-. Catalizador de esta reconciliación vino a ser una ONG que ofrecía no solo un apoyo material a la reconstrucción -la perforación de nuevos pozos- sino también la formación necesaria para negociar y arreglar los conflictos y acabar así con el miedo y el odio. Salomón y Dahiru, refugiados durante estos tres años para no ceder al odio, dejaron atrás su aislamiento y volvieron a ser amigos delante de todo el mundo ¿Cómo no ver aquí la mano del Ayudante?
El evangelio de Juan es proclamado el día de Pentecostés. Es una fiesta extraordinaria que celebra la capacidad que ha recibido el mundo de seguir el camino de Jesús. He aquí, pues, nuestra esperanza y nuestro porvenir.
Texto original de André Gilbert y traducido por V.M.P.