COMPLEJIDAD DEL MUNDO, ¿COMPLEJIDAD DE DIOS?

El 26 de Diciembre del año 2004 quedará grabado para siempre en nuestra memoria: mientras celebrábamos las fiestas navideñas, un tsunami devastador arrasó las costas del océano índico, dejando casi 230000 muertos.

Todo había empezado en los fondos marinos, concretamente en una falla que se conoce como zona de subducción, cuando una placa tectónica comenzó a presionar sobre otra con tanta fuerza que acabó levantando el océano. Sí, nuestro querido planeta Tierra está siempre en movimiento, para bien y para mal.

Un fenómeno similar se produjo, años después, en la región de Sendai, en Japón, el 11 de Marzo de 2012, dejando, en esta ocasión, más de 16000 muertos. Mientras exista la Tierra, seguirá habiendo tsunamis, alguno tal vez, muy cerca de nosotros. Un buscador de Dios no puede por menos de preguntarse: ¿por qué ha creado Dios un planeta tan inestable y cambiante, que expone nuestra vida a situaciones trágicas? Si yo tuviera la capacidad de crear un planeta, ¿lo haría así?

Si los fenómenos naturales nos desconciertan, ¿qué pensar, además, de los fenómenos humanos? Un reportaje periodístico reciente nos contaba la historia descorazonadora de unos niños cuyos padres eran toxicómanos: se pasaban el día solos, frente al televisor o en su cuna, comiendo de pie y sin la oportunidad de llamar a su madre «mamá». Muchos de ellos, con dos años de vida, no sabían caminar ni hablar todavía.

Estamos lejos, pues, de los cuentos de las mil y una noches. Todo esto se limita, por supuesto, a una parte de la realidad y uno podría pasarse tardes enteras contando historias maravillosas sobre la vida y los milagros del amor. Pero lo cierto es que la realidad humana es compleja, pues abarca zonas de luz y de sombra a la vez. Y, a un buscador de Dios, para quien la realidad visible es reflejo de la realidad invisible, le persigue un interrogante: «¿quién es Dios?». Porque se siente lejos del mundo griego, tal como lo entendía Aristóteles, para quien la divinidad tenía su morada en las esferas perfectas del cielo: si existe la perfección, no es la que nos imaginamos nosotros.

El evangelio que se proclama en la Iglesia el domingo de la Santísima Trinidad complica aun más las cosas porque, en él, escuchamos a Jesús resucitado decir a los once: «id a hacer discípulos míos en todos los pueblos, bautizándolos en el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo». No se habla propiamente de Dios sino del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Nos alejamos, pues, de la visión simple de la transcendencia de Alá en el Islam o de Yahveh en el judaísmo. Todavía recuerdo a un dominico de Jerusalén que contaba cómo le había escupido en los pies un soldado israelí como si fuera un idólatra. Fijémonos, por cierto, en que se habla de «bautizar en el Nombre de…». Entre los griegos, el bautismo se podía referir a un barco que, sumergido en el agua, se terminaba hundiendo. Para un cristiano, el bautismo expresa la muerte a su antigua vida y la adquisición de una identidad nueva. Ahora bien, esa identidad que adquirimos con el bautismo es una identidad trinitaria.

¿Hemos reflexionado, alguna vez, sobre nuestra propia actividad como seres inteligentes? Somos una conciencia que busca la luz e intenta dar respuesta a infinidad de preguntas, mientras saborea, de vez en cuando, el placer de comprender y comprobar que su comprensión es exacta. Pero no bastan estos momentos de iluminación personal porque es preciso encontrar las palabras justas para expresar lo que uno ha comprendido y comunicárselo a los demás. Me acuerdo, en este momento, de Helen Keller, aquella niña ciega y muda de nacimiento que dio un salto prodigioso en la vida al descubrir que los movimientos de la mano de su tutora tenían un significado -eran palabras- y se referían a ideas: acababa de descubrir la palabra. Pero comprender y expresar lo que hemos comprendido por medio de palabras no es suficiente: somos seres capaces de actuar y necesitamos saber qué es lo que vale la pena hacer. Y nuestra manera de averiguar lo que vale la pena está condicionada, en buena medida, por nuestra idea de lo que está bien o mal, y también por lo que nos atrae, lo que nos gusta y satisface: una mezcla, pues, de inteligencia práctica y de sentimientos. Al describir quiénes somos, estamos describiendo, a la vez, quién es Dios Padre, fuente de toda luz, Dios Hijo, Palabra de esta luz, y Dios Espíritu Santo, Amor derramado por el mundo para transformarlo con la acción. Somos seres esencialmente trinitarios pues hemos sido creados a imagen de Dios.

Texto original de André Gilbert traducido por V.M.P

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