
Hace algún tiempo una corriente de pánico se apoderó de los mercados bursátiles. La confianza se esfumó. Aparecieron en escena imprudentes expertos en finanzas. Algunos de ellos acabaron siendo verdaderos estafadores. El resultado fue un montón de dramas humanos. Muchos vieron su economía reducida a cenizas. Personas que se acercaban a su edad de jubilación se vieron forzadas a seguir trabajando. Algunos perdieron su empleo o tuvieron miedo a perderlo. Los dramas no son fáciles de vivir.
Este contexto puede ayudarnos a entender el evangelio de Marcos. Después de hablar a los judíos sobre el Reino de Dios por medio de parábolas, Jesús se embarcó de noche con sus discípulos y cruzó el mar de Galilea hasta alcanzar la orilla donde vivían gentes de origen griego. Fue entonces cuando estalló una violenta borrasca con lluvia y viento que a punto estuvo de hundir la barca. Los discípulos sintieron lo mismo que cualquiera de nosotros cuando llega la tempestad: miedo. Pero en el relato de Marcos hay algo más. Los discípulos no solo tienen miedo: les escandaliza la indiferencia de Jesús, dormido en un rincón de la barca: «¿no te das cuenta del peligro que corremos?». Lo que viene después ya lo sabemos: Jesús reacciona, aplaca la tempestad y acaba reprochando a los suyos: «pero, ¿dónde está vuestra fe?».
Para entender mejor nuestro relato debemos situarnos en las circunstancias por las que Marcos pasó cuando lo escribió, seguramente en Roma. Los cristianos habían dejado atrás su tierra de Palestina y cruzado el Mediterráneo para adentrarse en un ambiente pagano donde conocerían la hostilidad. Nerón perseguirá a la joven comunidad cristiana, atará vivos a los creyentes a postes y les prenderá fuego para que ardan toda la noche como antorchas e iluminen la ciudad ¿Qué interrogantes no surgirán entre aquellos jóvenes bautizados que, después de proclamar la Resurrección de Cristo y cantar Aleluyas, han visto la barca de su comunidad casi por entero destruida? Gritarán, sin duda: «¿eres indiferente a lo que nos está pasando?, ¿por qué dejas que tu comunidad acabe destruida?».
Dos mil años más tarde, se oyen en la noche los mismos gritos. Basta con pensar un momento en los interrogantes que pudieron surgir entre los cristianos de Japón, cuando cayó la bomba atómica sobre la ciudad de Nagasaki, en Agosto de 1945. No olvidemos que en esa ciudad vivía la comunidad cristiana más numerosa de Japón ¿No dirían algo así como: «¡Señor, te has vuelto completamente loco, acabas de terminar con tu hijo, a quien le esperaba tan brillante porvenir!». Cada cual puede pensar en una situación o un acontecimiento en el que Dios parece ausente y es vana la espera de que intervenga. En ciertos momentos tenemos la impresión de que, si Dios no existiera, no cambiaría absolutamente nada.

Pero, ¿cómo encajar, entonces, la interpelación o reproche de Jesús?: «¿dónde está vuestra fe? ¿O es la vuestra una fe ciega: «sin ver cambio alguno, ¿seguiréis creyendo igual?». Cuando uno escucha con atención las palabras de Jesús cae en la cuenta de que, para Él, la fe es lo que hace posible encontrar la vida. La fe es lo que le ha dado a Él la vida. El relato de la tempestad calmada debe ser interpretado a la luz de otro anterior, en el que Jesús proclama su fe al decir que el Reino de Dios se parece a un grano de mostaza. Con el tiempo este grano se convierte en un árbol y a él acuden los pájaros del mundo entero buscando cobijo entre sus ramas. En otras palabras, Jesús viene a decir lo siguiente: «os parece que mi predicación no va a ninguna parte pero debéis saber que mi semilla acabará teniendo un impacto universal a través de los tiempos». Sin esta fe, Jesús habría vuelto enseguida a su taller y a su oficio de carpintero, a seguir reparando herramientas de madera.
Nuestro error es pensar que, con Dios de nuestro lado, ya no hay tempestades. Pero sucede justo lo contrario ¿Para qué sirve, entonces, la fe? ¿Qué significado tiene la imagen del mar en calma y del viento que cesa en nuestro relato? Cierto periodista informaba recientemente sobre movimientos xenófobos y violentos en Rusia y relataba el testimonio de un juez moscovita que, después de sufrir una herida de gravedad por no ser eslavo, decidió mantener su blog en internet. Un neonazi le escribió entonces: «acabaremos nuestro trabajo y te mataremos». Él reaccionó asegurándole al periodista: «hay que plantarles cara, no hay otra solución». La calma no es otra cosa que la capacidad de creer que nuestras acciones darán sus frutos, por más que parezca lo contrario, y seguir adelante.
Jesús pasó por muchas tempestades. La última de todas tuvo lugar para Él en el huerto de Getsemaní. Según nos cuentan, sintió allí verdadera angustia. La angustia es una forma de miedo. Pero la angustia no llegó a paralizarle. Pudo expresarse en una oración a Dios, su Padre, y en una petición a sus discípulos: «quedaos conmigo». Creer fue, para Él, sentir que no estaba solo, aunque ciertamente la presencia de sus discípulos hubiera podido ser mejor. También se calmó la tempestad cuando los discípulos empezaron a sentir la presencia de Jesús «despierto» ¿Seremos capaces de estar cerca de los que sienten angustia en medio de la tempestad para que ellos, a su vez, sean capaces de creer?
Texto original de André Gilbert traducido por V.M.P