Cuando Jesús le preguntó a Felipe de dónde iban a sacar pan para dar de comer a tanta gente, ¿qué fue lo que éste le respondió? Que hacía falta mucho pan para alimentar a tantos. Felipe no vio personas. Vio su número. El número o el tamaño: he aquí dos atractivos esenciales que el mundo puede alcanzar. Cuanto más mejor. Lo bueno no es lo valioso sino lo mucho. Lo poco o lo pequeño carecen de valor. Cuando Andrés, hermano de Simón, se encontró con aquel pequeño que tenía entre sus manos cinco panes y dos peces, ¿cuál fue su reacción?: de escepticismo – «¿qué es esto para tantos?»-. Cinco panes y dos peces eran muy poca cosa, claro está. Pero lo cierto es que no fueron necesarios los doscientos denarios de pan -según los cálculos de Felipe- para dar de comer a tanta gente. Bastaron, para ello, aquellos pocos panes y peces que un niño pequeño apareció de pronto sosteniendo entre sus manos. Cuando no confundimos lo bueno con lo mucho o lo grande ni reducimos las personas a medios o a números, entonces se nos abren los ojos y alcanzamos la visión plena de las cosas. Cada uno de nosotros vive en ese niño pequeño que aparece de pronto. Para el mundo, que es tarea infinita, es muy poca cosa. Pero, con sus cinco panes y sus dos peces, Cristo va a instituir su Eucaristía, Sacramento para la salvación del mundo.
Hace algunos años un grupo de cristianos, movidos por su fervor católico, se congregaron en la región de Nueva York para rezar ante una figura de María y esperar signos del cielo. Estos signos podrían aparecer en formas diversas: un repentino olor a rosas o el propio sol, que brillaba de pronto con extraña luz. Cosas como éstas me mueven a reflexionar sobre la fe y a plantearme la cuestión: ¿cómo distinguir la fe verdadera de la fe mágica? ¿Cómo se distancia la fe genuina de esa fe ingenua cuyo eco llega hasta nosotros desde los recientes conflictos que han tenido como escenario el Oriente Próximo, donde cada una de las partes enfrentadas invocaba la protección del mismo Dios? Es desde este contexto cómo me gustaría volver a leer el evangelio de Marcos.
Todos recordamos la escena en la que vemos a Jesús alimentando a cinco mil personas con tan solo cinco panes y dos peces. Si estamos familiarizados con el mundo del Antiguo Testamento, sabremos ya que esta escena se inspira en el relato del profeta Eliseo -libro de los Reyes-, según el cual éste da de comer a cien personas con veinte panes. Pero el evangelista concluye su relato hablando de un «signo» ¿Signo de qué?
Un signo es como un dedo que apunta a la luna: es la luna lo que hay que mirar, no el dedo ¿En qué sentido apunta nuestro relato? Fijémonos en los símbolos.
Jesús toma asiento en lo alto de una montaña, exactamente igual que un maestro cuando se dispone a impartir su enseñanza. Después, toma un pan entre sus manos, pronuncia la acción de gracias y lo reparte entre la gente. Este gesto nos evoca claramente la Eucaristía y el pan bendecido y repartido. Nos remite también a sus enseñanzas: no solo a lo que ha enseñado de palabra sino con su vida entera. Así lo han entendido cuantos han comido con Él, pues tienen a Jesús por un profeta, más en concreto, por el nuevo Moisés anunciado por Dios en una nueva revelación.
Todo apunta a una escena enteramente cristiana: tras el paso por el agua del bautismo (el paso a la otra orilla del mar de Galilea), el creyente que soy yo, curado de su enfermedad, se alimenta con la palabra de Jesús Resucitado, que es de hecho toda su persona, y puede comer cuanto quiera, en la medida que sea capaz de asimilarla. He aquí la Eucaristía. Pero este relato nos enseña mucho más aun.
Recordemos cómo alimenta Dios a su pueblo al salir de Egipto. La gente tuvo que comer de pie y aprisa. En el desierto el alimento cayó del cielo, en forma de maná. En el relato de Juan sucede todo lo contrario: el alimento no viene del cielo, como para darnos a entender que Dios ya no habla a través de quienes creen tener contacto directo con la divinidad. Dios habla ahora a través de las cosas más sencillas de la vida: un niño con un pan en sus manos, por ejemplo. Ya no hay que comer de pie. La gente toma asiento sobre la hierba tranquilamente y se pone a comer sin prisa, como en una fiesta o en una jira campestre. Esto es lo que Dios quiere.
¿Qué quiere decir todo esto? No es en el cielo o en los fenómenos extraordinarios donde podemos encontrar un signo de Cristo. Los panes y los peces que un niño tiene entre sus manos, es decir, mi vida misma, sencilla y cotidiana, basta para alimentar a muchos. Pero ¿cómo puede ser mi vida alimento para los demás? Es la pregunta de Felipe en el evangelio. Nuestra pregunta podría ser: ahora que soy mayor o estoy enfermo, o aislado en un lugar remoto, o sin formación ni títulos, ¿cómo puedo aportar algo a los demás? Cada uno tiene su propia manera de hacerse esta pregunta. El evangelista responde: mira el mundo con los ojos de la fe, porque la fe es una manera de ver lo invisible y decir: «te doy gracias, Señor, por mi vida en el día de hoy, pues, aunque soy mayor y me fallan las fuerzas, sé que por ella haces maravillas aunque yo no pueda verlas.
Una última pregunta ¿Cómo distinguir una fe inmadura de otra que no lo es? La madurez es la capacidad de evolucionar constantemente, de estar aprendiendo siempre. Fijémonos en Jesús. Un día tiene delante a los enfermos, otro, a los hambrientos. Por eso la gente no se pone de acuerdo cuando se pregunta quién es Jesús: ¿un sanador?, ¿un profeta?, ¿un rey? No consiguen identificarle. Por eso pretender saber quién es Dios y qué es lo quiere de una vez por todas revela inmadurez, la propia de quien se queda estancado en el pasado y no quiere seguir evolucionando. Creer es decir: «Señor, yo acepto mi vida tal como es hoy, sin nostalgia del pasado y doy sin esperar nada a cambio. A ti te toca trazar mi camino, pues yo estoy dispuesto a seguirlo hasta mi último suspiro”.
Texto original de André Gilbert traducido por V.M.P.
El mundo, a los ojos de cualquier ser humano, es tarea y mucha. Por algo nos acaba moviendo a hacer lo que no podemos, a decir lo que no queremos y a dar lo que no tenemos. En torno a Jesús y a sus discípulos «eran tantos los que iban y venían que ni para comer tenían tiempo» (Mc 6, 31). Jesús les invitó a embarcarse con él rumbo a un lugar apartado. Pero la gente les fue siguiendo y, cuando desembarcaron, se encontraron con una gran muchedumbre. Fue entonces cuando Jesús dio lo que tenía, cuando puso cerco al mundo como quien fija un límite a la mano que se alarga hasta alcanzar lo vedado: no debemos dar lo que no tenemos ni hacer lo que no podemos ni decir lo que no sentimos. El evangelista, para subrayar que no era el mundo lo que movía a Jesús, nos dice que «se conmovió». Se conmovió por dentro ante la muchedumbre «porque eran como ovejas sin pastor». He aquí al buen pastor: el que da lo que tiene. No le mueve el mundo a dar lo que no tiene. El mundo es tarea y mucha. Se conmueve él por dentro. Antes de empezar la tarea, ya se ha dado a sí mismo por entero. Sin hacer ni decir nada. Basta una mirada al otro para salvarle. El resto es, a veces, estorbo.
Hace poco nos enteramos de que una mujer musulmana, elegida como diputada en las elecciones legislativas celebradas en Palestina, salía en defensa de la poligamia. El amor, según ella, estaba hecho de sacrificios y ella era la primera en sacrificarse al compartir su marido con otra mujer mucho más joven, tanto que bien hubiera podido ser su madre.
A muchos nos deja perplejos semejante idea del amor, así como su puesta en práctica. Entre cuantos estamos en el extremo opuesto del espectro, si pensamos en esta mujer, podemos encontrar, sin embargo, cosas como los clubes de intercambio. Son sitios donde ciertas personas, sin compromiso ni obligación alguna, buscan dar un poco de chispa a su relación de pareja ¿Cómo darle a la vida una orientación realmente liberadora? Es desde este contexto como escucho yo el evangelio: «Jesús vio una muchedumbre inmensa y sintió compasión de todos ellos porque andaban como ovejas sin pastor; se puso, entonces, a enseñarles muchas cosas»
Cabe situar este pasaje evangélico en el contexto del envío misional por parte de Jesús a sus discípulos. Les envía a predicar y a curar a los enfermos. Ser enviado en misión significa ser llamado a dar, tanto en el sentido espiritual como en el físico. Ahora bien, ¿qué significa, en concreto, «dar»? ¿Cómo puede uno dar? ¿Cómo puede uno enseñar algo a personas desconcertadas, en búsqueda, sedientas de amor y de luz? Acerquémonos un poco más a este pasaje.
Los apóstoles enviados en misión se agrupan en torno a Jesús ¿Qué hace Él entonces? Les dice:“Venid vosotros y retiraos conmigo en un lugar apartado para descansar un poco”Se apartan, pues, de la gente para volver a encontrarse entre ellos ¿Por qué? La respuesta es sencilla: nadie puede darse a los demás si primero no se ha dado tiempo para encontrarse consigo mismo.
El simbolismo de la barca y el lugar apartado nos remite a nuestro propio caminar por la vida, a ese largo viaje que hemos aceptado emprender para entrar en nosotros mismos y descubrir, así, quiénes somos realmente. No podemos emprender ese viaje sin «descansar», es decir, sin tomar distancia de este mundo que nos asalta diciéndonos: «¡vete a la derecha, vete a la izquierda!». El mundo que nos asalta es tanto el de las prohibiciones religiosas como el de las ideas de moda. Este largo viaje hacia uno mismo es esencial porque nadie puede dar lo que no tiene ni señalar el norte si no lo ha encontrado primero por sí mismo. Si no aceptamos este viaje, no haremos otra cosa que reeditar nuestro superyo individual, familiar o colectivo. Lo único que sabremos transmitir a los demás, una y otra vez, serán principios rígidos o ideas de moda. Adoctrinaremos o culpabilizaremos: nunca llegaremos a liberar realmente a nadie.
Nuestro evangelio no habla de este viaje como de un viaje en solitario sino con otros, en torno a Jesús, que se presenta a sí mismo como el buen pastor. La fraternidad, el calor y apoyo de los demás son esenciales para este viaje. Yo necesito sus ojos, necesito su eco, necesito su paciencia y necesito también su ternura. Como cristiano, necesito saberme además precedido por Uno que ha caminado durante más de treinta años por su lugar de Galilea antes de tomar la palabra en público: Jesús de Nazaret, el mismo que me sigue acompañando hoy.
¿Qué sucede, pues, en ese lugar apartado al que Jesús se retira con sus discípulos? Es allí donde se vuelven a encontrar con la gente. Cuando he acertado a tomar el rumbo hacia mí mismo y he decidido llegar hasta el final, soy capaz, entonces, de encontrarme con los otros y de verles entendiendo a fondo lo que viven:»Jesús vio una muchedumbre inmensa y sintió compasión de todos ellos…»
Cuando he llegado a afianzar mi identidad y a saber decir dónde está el norte para mí, estoy en condiciones de guiar a los demás:»Jesús se puso a enseñarles con calma a todas esas gentes que andaban como ovejas sin pastor»
Cuando he llegado a encontrarme conmigo mismo, puedo dar: es así como a nuestro pasaje evangélico le sigue otro en el que vemos a Jesús y a sus discípulos dando de comer a cinco mil personas.
En mi ambiente de trabajo convivo con musulmanes y con budistas, con cristianos que asisten al culto y con otros que no. Y me siento llamado a ayudarles a todos a encontrar su propio norte, según el lugar donde se encuentren. Pero lo primero para mí es encontrar un lugar donde pueda sumergirme en mis raíces, bien sea la vida de pareja o la comunidad ¿Seré capaz de encontrar un lugar así?
Texto original de André Gilbert y traducido por V.M.P
Aun recuerdo cuándo se puso en marcha el año de pastoral en mi parroquia, hace ya algunos años. La comisión de pastoral había preparado una gran pancarta en la que se podía leer: «nuestra misión es anunciar a Jesucristo al mundo de hoy» ¡Misión inmensa! Una definición como ésta se mantiene a un nivel tan estratosférico que puede valer para todo y para nada al mismo tiempo. Personalmente me sentiría un poco incómodo si tuviera que proyectar en ella mi propia vida.
Y, sin embargo, lo cierto es que las misiones son algo a lo que estoy acostumbrado. En mis ámbitos de trabajo administrativo, cada ministerio, cada departamento, cada sección, tiene su misión, que gira, más o menos, en torno al servicio a los ciudadanos y a la aplicación equitativa de la ley. Los centros de enseñanza tienen su misión. Los medios de comunicación como la radio, la televisión, los periódicos, las revistas, presumen de tener también una misión. La tradición cristiana no tiene ya el monopolio del lenguaje sobre la misión. Pero ¿cómo entender su misión en contraste con las demás?
Me gustaría sumergirme ahora de nuevo en aquel relato de Marcos que presenta a Jesús enviando a sus discípulos en misión ¿En qué consiste esta misión? A primera vista, no hay modo de saberlo. Jesús da sencillamente a los suyos la capacidad de apaciguar a los «espíritus perturbadores» (como podríamos traducir el sentido de la voz hebrea «impuro», esto es, que se sustrae a la normalidad y a un cierto orden), sin añadir nada más. Cuando uno conoce el evangelio de Marcos, adivina enseguida que se trata, en él, de continuar la tarea de Jesús: su muerte se perfila en el horizonte cuando leemos el relato que sigue, el de la muerte de Juan el Bautista. El rostro de Jesús que nos presenta Marcos es el de un hombre de acción, que ha invitado a la gente a cambiar de vida porque el mundo de Dios está más cerca que antes y que no ha cejado en su empeño por transformar a sus semejantes en todos los sentidos: físico, psíquico y espiritual. Ahora bien, ¿qué hacen los doce para responder a la misión que Jesús les ha confiado? Instan a la gente a cambiar de vida, liberándola de sus pulsiones dañinas (enfermedades psíquicas o mentales) y curando a los enfermos (enfermedades físicas) con el aceite de la unción.
A la vista de este relato, ¿cómo definir la misión cristiana en general y la de cada uno de nosotros, en particular? A mí me parece que no podemos «inventarnos» una misión, por más noble que pueda parecernos, tal como «anunciar a Jesucristo». Lo único que debemos hacer, en realidad, es «descubrir» nuestra misión. De hecho, el evangelio nos dice: Jesús convocó a los doce y empezó a enviarlos en misión…No se trata, entonces, de una iniciativa por parte de los discípulos. He aquí, pues, el origen de mis interrogantes y de una cierta tensión, a veces: «¿a qué me siento llamado…qué es lo que Dios espera de mí?
El relato me da una pista acerca de mi propia misión: Jesús les dio lo necesario para apaciguar a los espíritus perturbadores…, esto es, la capacidad de encauzar todas aquellas energías que pervierten o desvían al ser humano. Soy llamado solo allí donde tengo la capacidad de actuar: mi misión está en función de lo que yo soy y puedo ofrecer. Y aquí se plantea la pregunta: «¿quién soy yo y qué es lo que puedo ofrecer?».
Cuando alguien me dice: «¡es increíble, pareces tan apasionado por lo que haces que se te ve radiante!» yo sé muy bien que estoy allí donde me siento llamado. Todo lo que hago con naturalidad es también mi propia misión: me toca, pues, a mí descubrir su sentido espiritual. Y esto me recuerda, por cierto, las imágenes de Pablo de Tarso: ¡qué fuerza, qué ardor, qué amor, qué pasión en todo lo que emprende! Hay que contar, desde luego, con horas sombrías, con momentos difíciles…Cuando mi madre andaba preocupada por uno de mis hermanos, que estaba enfermo, y no podía dormir por la noche, ¿le impedía esto a ella sentir hasta qué punto su vida seguía teniendo un sentido y no la cambiaría por nada? Algunas veces me pesa el trabajo y me aplasta la masa de mis planes y responsabilidades. Y, no obstante, saber que mi presencia y mi quehacer ponen en camino a personas como Mario, John, Gino, Kassen, Paul, me hace olvidar mi cansancio y me trae una paz profunda.
Como todos los que han rebasado ya la cincuentena, sé que llegará un día en que los múltiples compromisos sociales y el trabajo remunerado serán cosas del pasado. Y, sin embargo, vivo convencido de que mi misión no está en función de mi lista de actividades.
Cuando ya no pueda ayudar a los demás con mis conocimientos o competencias y sea, en cambio, yo quien necesite ayuda, entonces recordaré a mis hermanos y hermanas que la vida es, ante todo, pura gratuidad, como un recién nacido, que solo sabe agitar sus manos y sus pies.
¿Misión del cristiano? ¿Misión del musulmán? ¿Misión del agnóstico? Mi respuesta a todas estas preguntas es «sí». Pero yo sé que lo mío es continuar la tarea comenzada por Jesús cada vez que alimento e intento curar y es esto lo que le da a mi vida todo su sentido. Sé también que, a través de mis acciones más sencillas, se perfila un misterio más grande que yo ¡Y esto me da vida!¿Concierne la misión únicamente al mundo que llamamos «profano»?
Ayer mismo por la tarde me telefoneaba un cura de parroquia para contarme lo angustiado que estaba ante un grupo de sacerdotes que no quería saber nada del proyecto previsto para reorganizar la misión. Cuando uno siente, por ejemplo, el vacío de la palabra en tantas celebraciones, ¿no percibe una llamada misional a los cristianos para que tomen, ellos mismos, la palabra?
Texto original de André Gilbert traducido por V.M.P
Recuerdo que, en una ocasión, recibí en mi despacho a una persona dispuesta a hacerme algunas preguntas. Sabía que yo era biblista y deseaba ardientemente que le diera a conocer los escritos secretos de Jesús, que la Iglesia mantenía ocultos. Era un rosacruz, miembro de esa orden cristiana hermética cuyos orígenes se remontan al siglo XVII. Se quedó decepcionado al enterarse, por mí, de que semejantes escritos nunca habían existido. Años después, en Alemania, mi profesor de alemán en la universidad de Munich me invitó a pasar una tarde en su casa tras enterarse de que yo era biblista. También él pretendía que le hablase acerca de ciertos escritos secretos, ajenos al Nuevo Testamento, que vendrían a desvelar la clave oculta de la vida. Era un asiduo de la meditación que regresaba de California y frecuentaba grupos esotéricos. Yo le hablé un poco sobre los escritos apócrifos, insistiendo, eso sí, en que eran textos de carácter fantasioso, sin el menor valor de realidad. Lo que me sorprendió, en estas dos ocasiones, fue constatar, entre algunos, la convicción de que, en algún lugar, existía un saber capaz de trasladarnos a una vida diferente y reservada a iniciados. Y aquí se plantean dos cuestiones: para dar con la clave de la vida, ¿hace falta un saber especial?, y también ¿es cierto que este saber no está al alcance sino de un reducido grupo de personas?
Me parece que el evangelio da respuesta a ambas preguntas. Recordemos la escena. Jesús regresa al lugar donde se ha criado y trabajado de carpintero, seguramente como su padre. Un carpintero de aquella época no hacía lo mismo que uno de hoy. El oficio de entonces se desempeñaba en muchas tareas: levantar vigas para sostener el techo de las casas de piedra, fabricar puertas y marcos de puertas, travesaños de ventanas, muebles tales como camas, mesas o bancos así como alacenas, baúles o cajas. Justino mártir aseguraba que Jesús había fabricado también arados y yugos para los animales de trabajo. La práctica de este oficio requería una cierta destreza y fuerza física, lo que nos aleja de aquella imagen de niño inocente y enclenque que la piedad nos ha dejado de Jesús. Este carpintero toma la palabra en la sinagoga y su enseñanza llama la atención ¿No parece normal que se diga de él: por quién se tiene? Tiene también fama de sanador ¿No es normal que se diga de él otra vez: cómo es esto posible? Si es nuestro vecino, si la suya es una familia sin historia y son conocidos de toda la vida su madre, sus hermanos y hermanas todos…
Pero hagamos un alto aquí. Es importante superar un esquema vigente entre muchas personas piadosas que suelen decir: al fin y al cabo Jesús era Hijo de Dios; es normal, pues, que enseñe y haga milagros. Una opinión como ésta contradice hasta el fondo el misterio de la Encarnación. Como dice claramente el himno a los filipenses: «Jesús se hizo semejante a los hombres, presentándose como un ser humano cualquiera»(Flp 2, 7). Y lo natural para un ser humano es aprender, aprender de sus propias experiencias y errores, aprender escuchando a los demás y abriéndose a los acontecimientos ¿Cómo podría ser de otra manera en el caso de Jesús? Así, el Jesús que vuelve a Nazareth es el mismo que ha venido creciendo como ser humano gracias a su oficio de carpintero artesano. El que ha escuchado los consejos de su padre y su madre, atento siempre a los pequeños acontecimientos de la vida ordinaria (por ejemplo, Lc, 8: «¿cuál es la mujer que, si tiene diez dracmas y pierde una, no enciende una lámpara, barre su casa y se pone a buscar hasta dar con ella?». El que ha convivido con sus hermanos y hermanas (los mejores biblistas coinciden hoy en señalar que Jesús debió de tener, al menos, seis hermanos y hermanas), el observador atento de la naturaleza (buena parte de sus parábolas tiene su origen en la observación de la naturaleza: el sembrador, el grano de mostaza, los lirios del campo y las aves del cielo, la pesca y selección de los peces), el que ha estado al tanto de las noticias diarias (recordar, por ejemplo, su mención de las dieciocho personas que perdieron la vida al caer sobre ellas la torre de Siloé, Lc 13, 4). He aquí, pues, al hombre cuya sabiduría asombra a la gente de Nazareth. Su sabiduría es, en realidad, el mensaje mismo de los evangelios.
En el fondo, ¿por qué le asombra a la gente la persona de Jesús? Si hubiera venido de Roma o de Atenas o si hubiera sido un fariseo de prestigio en Jerusalén como Gamaliel, a la gente le asombraría menos ¿Por qué? Hay una manera de entender la vida según la cual el secreto de la existencia se halla fuera de uno mismo y es casi inalcanzable. Solo una élite formada por personas muy especiales y dispersas por el mundo puede revelárnoslo. Solo algunos, que se presentan como gurús, tienen oídos para él. Pues bien: esto es justamente lo que denuncia el evangelio. La gente de Nazareth buscaba un gurú y fue el carpintero de la esquina de la calle lo que se encontró.
A mi parecer, hay una cierta ceguera en querer buscar la luz en escritos secretos o esotéricos. Es querer buscar lejos lo que está cerca. Hay una frase del dominico Marie-Dominique Chenu, experto en el Concilio Vaticano II, que me acompaña sin cesar: «Jesús ha venido a santificar el mundo, no a sacralizarlo». En otras palabras, Jesús ha revelado que es, sobre todo, en el corazón de la vida ordinaria donde Dios sale a nuestro encuentro, antes que en los santuarios, los templos o las iglesias.
La vida ordinaria nos ofrece todo lo necesario para que podamos descubrir la clave de la existencia. Es ella misma el misterio profundo que se da a conocer a quien se toma su tiempo para acogerlo. Tiene el poder de transformarnos, como transformó a Jesús. Es el maestro que puede hacernos sabios y llenarnos de vida. Y es en ella donde descubrimos a Dios, no en el cielo. Con ella no hacen falta escritos secretos.
Texto original de André Gilbert y traducido por V.M.P