EL MISTERIO DE LA VIDA ORDINARIA

Recuerdo que, en una ocasión, recibí en mi despacho a una persona dispuesta a hacerme algunas preguntas. Sabía que yo era biblista y deseaba ardientemente que le diera a conocer los escritos secretos de Jesús, que la Iglesia mantenía ocultos. Era un rosacruz, miembro de esa orden cristiana hermética cuyos orígenes se remontan al siglo XVII. Se quedó decepcionado al enterarse, por mí, de que semejantes escritos nunca habían existido. Años después, en Alemania, mi profesor de alemán en la universidad de Munich me invitó a pasar una tarde en su casa tras enterarse de que yo era biblista. También él pretendía que le hablase acerca de ciertos escritos secretos, ajenos al Nuevo Testamento, que vendrían a desvelar la clave oculta de la vida. Era un asiduo de la meditación que regresaba de California y frecuentaba grupos esotéricos. Yo le hablé un poco sobre los escritos apócrifos, insistiendo, eso sí, en que eran textos de carácter fantasioso, sin el menor valor de realidad. Lo que me sorprendió, en estas dos ocasiones, fue constatar, entre algunos, la convicción de que, en algún lugar, existía un saber capaz de trasladarnos a una vida diferente y reservada a iniciados. Y aquí se plantean dos cuestiones: para dar con la clave de la vida, ¿hace falta un saber especial?, y también ¿es cierto que este saber no está al alcance sino de un reducido grupo de personas?

Me parece que el evangelio da respuesta a ambas preguntas. Recordemos la escena. Jesús regresa al lugar donde se ha criado y trabajado de carpintero, seguramente como su padre. Un carpintero de aquella época no hacía lo mismo que uno de hoy. El oficio de entonces se desempeñaba en muchas tareas: levantar vigas para sostener el techo de las casas de piedra, fabricar puertas y marcos de puertas, travesaños de ventanas, muebles tales como camas, mesas o bancos así como alacenas, baúles o cajas. Justino mártir aseguraba que Jesús había fabricado también arados y yugos para los animales de trabajo. La práctica de este oficio requería una cierta destreza y fuerza física, lo que nos aleja de aquella imagen de niño inocente y enclenque que la piedad nos ha dejado de Jesús. Este carpintero toma la palabra en la sinagoga y su enseñanza llama la atención ¿No parece normal que se diga de él: por quién se tiene? Tiene también fama de sanador ¿No es normal que se diga de él otra vez: cómo es esto posible? Si es nuestro vecino, si la suya es una familia sin historia y son conocidos de toda la vida su madre, sus hermanos y hermanas todos…

Pero hagamos un alto aquí. Es importante superar un esquema vigente entre muchas personas piadosas que suelen decir: al fin y al cabo Jesús era Hijo de Dios; es normal, pues, que enseñe y haga milagros. Una opinión como ésta contradice hasta el fondo el misterio de la Encarnación. Como dice claramente el himno a los filipenses: «Jesús se hizo semejante a los hombres, presentándose como un ser humano cualquiera»(Flp 2, 7). Y lo natural para un ser humano es aprender, aprender de sus propias experiencias y errores,   aprender escuchando a los demás y abriéndose a los acontecimientos ¿Cómo podría ser de otra manera en el caso de Jesús?  Así, el Jesús que vuelve a Nazareth es el mismo que ha venido creciendo como ser humano gracias a su oficio de carpintero artesano. El que ha escuchado los consejos de su padre y su madre, atento siempre a los pequeños acontecimientos de la vida ordinaria (por ejemplo, Lc, 8: «¿cuál es la mujer que, si tiene diez dracmas y pierde una, no enciende una lámpara, barre su casa y se pone a buscar hasta dar con ella?». El que ha convivido con sus hermanos y hermanas (los mejores biblistas coinciden hoy en señalar que Jesús debió de tener, al menos, seis hermanos y hermanas), el observador atento de la naturaleza (buena parte de sus parábolas tiene su origen en la observación de la naturaleza: el sembrador, el grano de mostaza, los lirios del campo y las aves del cielo, la pesca y selección de los peces), el que ha estado al tanto de las noticias diarias (recordar, por ejemplo, su mención de las dieciocho personas que perdieron la vida al caer sobre ellas la torre de Siloé, Lc 13, 4). He aquí, pues, al hombre cuya sabiduría asombra a la gente de Nazareth. Su sabiduría es, en realidad, el mensaje mismo de los evangelios.

En el fondo, ¿por qué le asombra a la gente la persona de Jesús? Si hubiera venido de Roma o de Atenas o si hubiera sido un fariseo de prestigio en Jerusalén como Gamaliel, a la gente le asombraría menos ¿Por qué? Hay una manera de entender la vida según la cual el secreto de la existencia se halla fuera de uno mismo y es casi inalcanzable. Solo una élite formada por personas muy especiales y dispersas por el mundo puede revelárnoslo. Solo algunos, que se presentan como gurús,  tienen oídos para él. Pues bien: esto es justamente lo que denuncia el evangelio. La gente de Nazareth buscaba un gurú y fue el carpintero de la esquina de la calle lo que se encontró.

A mi parecer, hay una cierta ceguera en querer buscar la luz en escritos secretos o esotéricos.  Es querer buscar lejos lo que está cerca. Hay una frase del dominico Marie-Dominique Chenu, experto en el Concilio Vaticano II, que me acompaña sin cesar: «Jesús ha venido a santificar el mundo, no a sacralizarlo». En otras palabras, Jesús ha revelado que es, sobre todo, en el corazón de la vida ordinaria donde Dios sale a nuestro encuentro, antes que en los santuarios, los templos o las iglesias.

La vida ordinaria nos ofrece todo lo necesario para que podamos descubrir la clave de la existencia. Es ella misma el misterio profundo que se da a conocer a quien se toma su tiempo para acogerlo. Tiene el poder de transformarnos, como transformó a Jesús. Es el maestro que puede hacernos sabios y llenarnos de vida. Y es en ella donde descubrimos a Dios, no en el cielo. Con ella no hacen falta escritos secretos.

Texto original de André Gilbert y traducido por V.M.P

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