MADUREZ O INMADUREZ EN LA FE

Hace algunos años un grupo de cristianos, movidos por su fervor católico, se congregaron  en la región de Nueva York para rezar ante una figura de María y esperar signos del cielo. Estos signos podrían aparecer en formas diversas: un repentino olor a rosas o el propio sol, que brillaba de pronto con extraña luz. Cosas como éstas me mueven a reflexionar sobre la fe y a plantearme la cuestión: ¿cómo distinguir la fe verdadera de la fe mágica? ¿Cómo se distancia la fe genuina de esa fe ingenua cuyo eco llega hasta nosotros desde los recientes conflictos que han tenido como escenario el Oriente Próximo, donde cada una de las partes enfrentadas invocaba la protección del mismo Dios? Es desde este contexto cómo me gustaría volver a leer el evangelio de Marcos.

Todos recordamos la escena en la que vemos a Jesús alimentando a cinco mil personas con tan solo cinco panes y dos peces. Si estamos familiarizados con el mundo del Antiguo Testamento, sabremos ya que esta escena se inspira en el relato del profeta Eliseo -libro de los Reyes-, según el cual éste da de comer a cien personas con veinte panes. Pero el evangelista concluye su relato hablando de un «signo» ¿Signo de qué?


Un signo es como un dedo que apunta a la luna: es la luna lo que hay que mirar, no el dedo  ¿En qué sentido apunta nuestro relato? Fijémonos en los símbolos.

Jesús toma asiento en lo alto de una montaña, exactamente igual que un maestro cuando se dispone a impartir su enseñanza. Después, toma un pan entre sus manos, pronuncia la acción de gracias y lo reparte entre la gente. Este gesto nos evoca claramente la Eucaristía y el pan bendecido y repartido. Nos remite también a sus enseñanzas: no solo a lo que ha enseñado de palabra sino con su vida entera. Así lo han entendido cuantos han comido con Él, pues tienen a Jesús por un profeta, más en concreto, por el nuevo Moisés anunciado por Dios en una nueva revelación.

Todo apunta a una escena enteramente cristiana: tras el paso por el agua del bautismo (el paso a la otra orilla del mar de Galilea), el creyente que soy yo, curado de su enfermedad,    se alimenta con la palabra de Jesús Resucitado, que es de hecho toda su persona, y puede comer cuanto quiera, en la medida que sea capaz de asimilarla. He aquí la Eucaristía. Pero este relato nos enseña mucho más aun.

Recordemos cómo alimenta Dios a su pueblo al salir de Egipto. La gente tuvo que comer de pie y aprisa. En el desierto el alimento cayó del cielo, en forma de maná. En el relato de Juan sucede todo lo contrario: el alimento no viene del cielo, como para darnos a entender que Dios ya no habla a través de quienes creen tener contacto directo con la divinidad. Dios habla ahora a través de las cosas más sencillas de la vida: un niño con un pan en sus manos, por ejemplo. Ya no hay que comer de pie. La gente toma asiento sobre la hierba tranquilamente y se pone a comer sin prisa, como en una fiesta o en una jira campestre. Esto es lo que Dios quiere.

¿Qué quiere decir todo esto? No es en el cielo o en los fenómenos extraordinarios donde podemos encontrar un signo de Cristo. Los panes y los peces que un niño tiene entre sus manos, es decir, mi vida misma, sencilla y cotidiana, basta para alimentar a muchos. Pero ¿cómo puede ser mi vida alimento para los demás? Es la pregunta de Felipe en el evangelio. Nuestra pregunta podría ser: ahora que soy mayor o estoy enfermo, o aislado en un lugar remoto, o sin formación ni títulos, ¿cómo puedo aportar algo a los demás? Cada uno tiene su propia manera de hacerse esta pregunta. El evangelista responde: mira el mundo con los ojos de la fe, porque la fe es una manera de ver lo invisible y decir: «te doy gracias, Señor, por mi vida en el día de hoy, pues, aunque soy mayor y me fallan las fuerzas,  sé que por ella haces maravillas aunque yo no pueda verlas.


Una última pregunta ¿Cómo distinguir una fe inmadura de otra que no lo es? La madurez es la capacidad de evolucionar constantemente, de estar aprendiendo siempre. Fijémonos en Jesús. Un día tiene delante a los enfermos, otro, a los hambrientos. Por eso la gente no se pone de acuerdo cuando se pregunta quién es Jesús: ¿un sanador?, ¿un profeta?, ¿un rey? No consiguen identificarle. Por eso pretender saber quién es Dios y qué es lo quiere de una vez por todas revela inmadurez, la propia de quien se queda estancado en el pasado y no quiere seguir evolucionando. Creer es decir: «Señor, yo acepto mi vida tal como es hoy, sin nostalgia del pasado y doy sin esperar nada a cambio. A ti te toca trazar mi camino, pues yo estoy dispuesto a seguirlo hasta mi último suspiro”. 

Texto original de André Gilbert traducido por V.M.P.

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