
Con la comida tenemos los seres humanos una relación mucho más profunda de lo que parece. Necesitamos comer para alimentarnos. Es evidente. Pero allí donde hay necesidad no hay tiempo ni sosiego para la relación. Cuando el hambre aprieta sobran las palabras. La relación nace allí donde se come no solo por mera necesidad sino también por placer.
Los israelitas comieron el maná de pie en el desierto. Jesús, en cambio, hizo sentar sobre la hierba verde a más de cinco mil. Aquellos se alimentaron. Éstos, a su vez, comieron sin prisa. La relación entre personas requiere tiempo. La comida es la ocasión. Lo que más alimenta, la relación. Hoy los nutricionistas nos enseñan a comer sin llegar a saciarnos. Mejor quedar con un poco de hambre. Jesús criticaba abiertamente a muchos de los que le seguían solo «porque habían comido hasta saciarse».
Él es el Pan de vida. Todo el que venga a Él ya «no tendrá hambre». Quiere decir que a Él no nos acerca, no puede acercarnos, la mera necesidad de sustento, de salud o de sentido para la vida. Lo que nos acerca a Él -al otro en Él- es la libertad de los que se sientan a comer tranquilamente sobre la hierba verde. La comida es casi lo de menos: es, en palabras de Jesús, «el alimento que perece». Lo mejor es la persona con la que comemos, la relación que vamos contrayendo con nuestro comensal mientras comemos y que después puede continuar. La comida es comunicación. La vida del otro pasa a formar parte de la propia. Y, acaso, para siempre: es, también en palabras de Jesús, «el alimento que perdura».
Texto escrito por V.M.P.