ELOGIO DE LAS MANOS

De las manos no se ha hecho elogio suficiente, que yo sepa. Soy de los que las juntan a menudo, recogen y entrelazan para darse calor y compañía. Las manos (se) unen. Son afables por naturaleza. Solo una mente alicorta ha podido reducirlas a instrumento de trabajo: a cosa, al fin y al cabo.

Los fariseos y escribas se reunieron una vez -nos cuenta el evangelio- y, viendo a algunos discípulos de Jesús que comían sin haberse lavado las manos según la tradición de sus mayores, le preguntaron al Maestro: «¿por qué tus discípulos comen con las manos comunes?». Manos comunes, manos que unen a las personas con las cosas y a las personas entre sí, no eran puras para los fariseos y escribas. No eran dignas de unir al ser humano con la divinidad, al siervo con su Señor.

Pero, ¿cómo es posible? ¿Cómo no va a unirnos a Dios lo que nos une a las cosas que cogemos para hacer con ellas algo humano y a las personas que tocamos para darles nuestra fuerza o nuestro amor, si es necesario? La respuesta, a la letra. Aquellos fariseos y escribas, que se aferraban a la tradición de sus mayores lavándose las manos antes de comer, «habían soltado el mandamiento de Dios», según el evangelio. No sabían tocar. Para tocar hay que soltar. Ellos habían reducido las manos a instrumento -a mera cosa- y con ellas se aferraban a la tradición de sus mayores.

De hecho, el evangelio nos recuerda que no solo se lavaban las manos antes de comer. También lavaban vasos, jarros y bandejas. En todo ello aferrados a la tradición de sus antepasados. Vivir aferrados a algo, lo que sea, cosifica aquello a lo que nos aferramos. Las cosas no tienen vida propia. Las cosas no se pueden tocar. Tocarlas es soltarlas, humanizarlas, amarlas de algún modo.

Los fariseos habían soltado el mandamiento de Dios porque todo el que se aferra a algo suelta lo demás sin darse cuenta. Aquellos hombres «adoraban a Dios con los labios pero su corazón estaba lejos de Él». La hipocresía de los fariseos era, como pueda serlo la de todo hombre en cualquier época, inconsciente, insensible como el tacto que se ha perdido para el trato con lo otro. Piedad vacía, sin tacto, incapaz de reconocer ni la profundidad de la piel ni la vida propia de las cosas.

Texto escrito por V.M.P

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