
Tener que elegir -apunta el historiador americano James M. Redfield en su estudio sobre la obra y el mundo de Homero- es la carga que nos impone a todos la sociedad. Es una carga porque elegir implica rechazar o renunciar. Si yo elijo un camino renuncio a otros posibles. Si elijo a una persona -si le doy mi voto en una elección democrática- rechazo otros candidatos alternativos. Para acallar nuestra conciencia, siempre abierta a otras posibilidades, solemos decirnos cosas como que «no hay mucho donde elegir». Creyendo elegir «entre lo malo y lo peor» -el mal menor- uno acalla su conciencia y pasa a otra cosa.
El problema de la conciencia es que habla siempre y que nunca se la puede acallar del todo. La conciencia es responsable de las posibilidades que se le abren a cada paso. Podrá cerrarse a ellas pero ellas siguen abiertas a la conciencia. Cuando Jesús preguntó a sus discípulos de qué venían discutiendo por el camino, ellos enmudecieron ¿Por qué? Porque su Maestro, al interrogarles, estaba llamando a la puerta de una conciencia cerrada. Venían discutiendo acerca de quién era más grande entre ellos. Tener que comparar y elegir conlleva tener que rechazar y descartar, cerrarse a posibilidades abiertas a la conciencia. Por eso enmudecieron al escuchar la pregunta de de Jesús. Era la más natural y espontánea, la más inocente de todas las preguntas posibles que un ser humano puede hacerle a otro: «¿de qué hablas?, ¿de qué venías hablando por el camino?».
Recordada por todos es la respuesta de Jesús al mutismo de sus discípulos. No les había preguntado sobre su opinión acerca de algún asunto: opinar es elegir opinión, tomar partido. Les había preguntado simplemente por el asunto mismo. Cualquier asunto es interpretable: algo sobre lo que podemos hablar y discutir. Y, más que ninguno, el asunto que somos los propios seres humanos, la vida que vivimos y los problemas que la vida nos plantea. No hay respuestas cerradas, definitivas, a los problemas de la vida humana. Con ellos la conciencia se abre a posibilidades diversas. Con ellos la conciencia misma se manifiesta como lo que es: apertura, acogida.
Y de apertura o acogida es de lo que nos habla la respuesta de Jesús a sus discípulos. No habla con palabras sino con un gesto simbólico. Levanta con sus brazos a un niño -un ser insignificante como cualquiera de nosotros en el fondo- y sentencia:
«el que acoge a un niño como éste en mi nombre es a mí a quien acoge».
Un momento antes -importa recordarlo- había salido al encuentro de nuestra conciencia enfrentada por la sociedad a la necesidad de elegir y rechazar tomando la libertad de cada uno como quien coge el toro por los cuernos: «si alguien quiere ser el primero…».
No dice Jesús: «si alguien quiere elegir al primero, al más grande…». Esto es lo decisivo en el mensaje de Jesús. La libertad más honda, más íntima, no consiste en elegir -no es una carga, la de tener que elegir- sino en ser uno mismo. Y ser uno mismo, ser aquello que uno quiere ser, consiste en acoger al niño que cada uno de nosotros es, en el fondo. Y acoger al niño que es cada uno de nosotros es, en la práctica, acogerme a mí mismo como ser insignificante. Insignificante, no porque sea poca cosa -casi nada en tiempos de Jesús- o el candidato menos malo en una elección democrática, sino porque no conozco de antemano el significado de mi propia existencia. No tengo la respuesta a los problemas de la vida. Pero tengo una conciencia abierta a posibilidades. Tengo la posibilidad de las posibilidades, la capacidad de abrirme a todas. Soy esa misma apertura, esa misma capacidad de acogida. Soy el «primero y el último» – el «eschatos», en palabras de Jesús-, el servidor de todos.

Si alguien piensa en quién o que camino elegir en la vida, que piense primero en acogerse a sí mismo tal como es y en acoger a los demás tal como pueden llegar a ser si los acogemos «en el nombre de Jesús». Nada ni nadie es rechazable por el mero hecho de existir. De todos somos servidores.
Los que siguen pensando que la libertad consiste en poder elegir o renunciar -o, más bien, en tener que hacerlo, como apuntaba Redfield- acaban siendo esclavos de las decisiones que un día tomaron creyendo tomar, por supuesto, la menos mala posible. Nadie que sea servidor de todos será nunca, en efecto, esclavo de nadie.
Texto escrito por V.M.P.