
El silencio ha alcanzado un prestigio inmerecido. Lo ha ensalzado un movimiento de reacción al ruido que nos persigue por todas partes: por lo que vemos sin mirar y por lo que oímos sin escuchar. Es tan ensordecedor el volumen de los mensajes recibidos que la vuelta a lo que ni se ve ni se oye, al silencio, se ha impuesto por pura necesidad. Pero volver no siempre significa ponerse en camino. A veces, volver es simplemente huir, evadirse. Y la vuelta al silencio necesario en nuestro tiempo, ¿no tiene algo de evasión?
Yo creo que sí. El hijo pródigo volvió a su casa por necesidad más que otra cosa. Por eso lo que verdaderamente importa en la parábola del hijo pródigo no es el retorno del hijo sino la acogida del padre, que nunca se había ido. El retorno contemporáneo a los desiertos y monasterios poco tiene que ver con las razones de quienes, confinados voluntariamente en ellos, siguen luchando hoy contra el maligno, que aprovecha la sequedad de la oración y el silencio de una vida privada de estímulos para atraer el corazón del monje. El turismo espiritual y la espiritualidad del silencio, ¿no son, a menudo, experiencias de evasión para quienes han soportado ya todos los ruidos y probado todos los estímulos?
Pero la necesidad no queda satisfecha con el silencio porque el silencio no es mudo. Alguien habla siempre en él y, si es preciso, a pesar suyo. Alguien grita y rompe el silencio. La figura evangélica de una voz que se levanta y rompe el silencio es la del ciego Bartimeo. Bartimeo se pone a gritar para que le oiga el Maestro. La gente le manda callar pero él no se calla. En el silencio impuesto por uno mismo o por otro -por Otro, tal vez, muy poderoso- sale a relucir la profunda ambigüedad del silencio mismo. Lo injustificado que resulta su prestigio. Nadie debería callar lo que necesita decir. Ni guardar silencio ante lo que debería ser dicho.
Es la voluntad de Dios revelada en su Hijo. Mientras la gente manda callar al ciego Bartimeo, Jesus le manda hablar. El silencio no es Palabra de Dios. Ni siquiera condición necesaria para escucharla. La sola condición necesaria para escuchar la Palabra divina es la fe, no el silencio. Y la fe es una sístole y una diástole. No podría ser de otro modo porque su órgano es el corazón. Hay momentos en la vida para el silencio, para caminar en paz de la mano de aquellos en los que confiamos. Y hay otros momentos en la vida para romper el silencio y sentarse al borde del camino como Bartimeo, el mendigo ciego. Hay momentos en los que vemos claro el camino. Hay otros en los que no vemos nada y lo necesitamos todo: una mano tendida y una voz que nos diga algo así como «ánimo, levántate, el Señor te llama.
Una fe que solo fuera sístole, camino en paz hacia la luz, no sería fe. Le faltaría la diástole del grito que, al borde del camino, rompe el silencio impuesto por necesidad o por deber. A los que huyen del ruido en busca del ensalzado silencio les conviene recordar la figura desfigurada del bronco y ciego Bartimeo.
Texto escrito por V.M.P.