CONTRA LA HEREJÍA

La historia de la fe, ¿no es la de su lucha sin tregua contra la herejía? La historia contra la herejía: he aquí también la médula de nuestra propia historia. Porque en cada vida individual se revive el mismo conflicto: la fe que abre caminos -que hace historia- contra la herejía que los cierra todos y pretende poner término a la historia.

No brota la herejía -bueno es recordarlo- de un conflicto entre la fe y la razón. Si la fe es un don y la razón otro, ¿podremos agradecer el don de la razón de mejor manera que formulando preguntas -abriendo caminos- a quien nos da la fe? La razón no es herética. Como un don dispone a recibir con gratitud otro, así la razón dispone a recibir la fe y no a rechazarla. La herejía no es, pues, un conflicto entre dos bienes.

Entonces, ¿qué es? Una ruptura de la fe consigo misma. Cuando la fe en la razón se repliega sobre sí misma ya no reconoce nada fuera de ella. No atiende a razones porque ella misma tiene la razón de su parte. Se aleja del amor. El drama de una fe sin amor es el conflicto permanente de la historia contra todo aquello que cierra los caminos de la historia. En la frase del posmoderno «somos química» no deja de resonar, en versión secular, el «somos alma» del hombre premoderno. Si al primero le basta la química para ser feliz, al segundo le basta Dios para alcanzar el mismo objetivo.

Cuando el escriba le pregunta a Jesús cuál es el mandamiento más importante de todos, es obvio que le está preguntando por uno solo: por el que basta para que el buen creyente sea feliz cumpliendo la ley entera. Pero Jesús no le responde al escriba con uno solo y suficiente. Le responde -y esto es lo paradójico- con dos. No hay pues nada en este mundo -la química de la felicidad- ni más allá de él -la fe en la divinidad- que pueda bastar para que un hombre cumpla su destino. Ni la quimica ni Dios pueden hacernos felices.

¿Tampoco Dios? Tampoco Dios ¿No ha dicho la santa de Avila aquello de que «solo Dios basta»? Claro que sí. Pero bien entendido que Dios no basta para hacer feliz al que no hace feliz a su projimo como a sí mismo. Porque la fe abre caminos. El amor los transita, paso a paso. Sin caminos la razón no interroga ni el amor se entrega. Los caminos son tarea de ambos: de la fe que los abre y de la razón que los busca porque es razón sentida. Porque es amor en marcha.

Muy elocuentemente el verbo que preside los dos mandamientos esenciales para el creyente es el mismo: «amarás». No leemos «creerás en Dios» y «amarás a tu prójimo». A Dios lo hemos de amar con amor humano pues el primer mandamiento nos habla de capacidades propiamente humanas: «con todo el corazón, con toda la mente, con todas las fuerzas…». Es lo humano en su complejidad y ambigüedad. Y, ¿cómo amaremos, pues, al prójimo?

Si a Dios lo hemos de amar con amor humano, al prójimo solo cabe que le amemos, pues, divinamente. El evangelista lo dice muy claro: «como a ti mismo». Y esto es lo mejor que podemos dar a los demás: la propia verdad, más allá de la complejidad y la ambigüedad propias de la condición humana. Claro que la verdad de uno mismo no se da del todo a otro sino poco a poco, caminando a su lado, viviendo juntos la historia de una fe. La verdad del todo y de golpe: ésta es la herejía de una fe que se ha alejado del amor.

Texto escrito por V.M.P.

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