
¿Será la ecología la religión del futuro? Yo pienso que caben dos respuestas alternativas a esta pregunta. Si nos sentimos parte de la naturaleza, una especie animal entre otras tantas como, sobre nuestro planeta, han sido, entonces la respuesta es afirmativa: la ecología es, en efecto, la religión del futuro. Ligados a la naturaleza por naturaleza -especie entre especies-, nuestra religión consiste en religarnos a ella. La civilización nos ha desligado de la naturaleza: nos ha desarraigado. Volver a su seno fértil y gozoso, del que nunca debimos separarnos, es lo mejor que podemos hacer con nuestras vidas.
Pero cabe también la otra respuesta. Si la ecología es lo que es, lo que su propio nombre significa, erigirla en religión será, entonces, olvidar su significado. Porque la ecología no se ocupa propiamente de la naturaleza en cuanto naturaleza sino en cuanto casa común de todos los seres vivos. «Eco-» no significa «naturaleza» sino «casa». Si la naturaleza es nuestra casa, entonces nosotros no somos parte suya. Somos sus moradores. La habitamos y cuidamos de ella. No la somos.

Una cosa es, pues, que seamos parte de la naturaleza y otra, muy diferente, que la naturaleza sea nuestra morada común. Para que haya casa debe haber alguien dispuesto a habitarla: una casa deshabitada acaba siendo parte de la naturaleza, ruina y madriguera. El morador cuida de su casa como de algo diferente de sí mismo y de lo que necesita. Si el morador y la morada fueran lo mismo -partes de la naturaleza-, no habría nadie al cuidado de otro ni nada que cuidar, en realidad. Por eso la ecología como religión viene a ser el olvido de la ecología como ecología. Donde no hay dos -creador y creación- sino uno solo y el mismo, no hay casa que cuidar. Claro que, cabe objetar, uno siempre puede cuidar de sí mismo. Y a esta objeción cabe replicar: ¿qué razón hay para cuidar uno de sí mismo?
Solo hay una razón para cuidar de nosotros mismos: que alguien pueda venir a nuestra casa. El mundo es un lugar inhóspito y hostil cuando no esperamos la llegada de nadie. Se convierte en un hogar cuando la esperamos. Esta transformación maravillosa del mundo o la naturaleza en un hogar es la visión del apocalipsis, que la Iglesia contempla cada vez que termina un año litúrgico y se abre otro nuevo con el tiempo del Adviento. Antes de la llegada «del que ha de venir», la Humanidad se entrega al miedo angustioso que produce una naturaleza de la que el propio ser humano se siente parte:
«Habrá señales en el sol, en la luna y en las estrellas; y en la tierra la angustia se apoderará de la gente, asustada por el estruendo del mar y de sus olas. Los hombres se morirán de miedo al ver esa conmoción del universo…»

Y no solo al miedo se entrega la Humanidad sin hogar. También al exceso. Si somos parte de la naturaleza, somos entonces depredadores entre los depredadores, consumidores de experiencias y personas. Nadie podrá frenar nuestra codicia por la sencilla razón de que no hay nadie. A nadie esperamos en ninguna parte porque no hay partes en el todo. No hay casa en este mundo.Todo es naturaleza. La madre naturaleza es sabia y a todos nos acoge en su seno. Y nosotros somos sabios si comprendemos que no hay más. De su seno salimos y a él acabamos regresando. Vivamos mientras tanto:
«Procurad que vuestros corazones no se emboten por el exceso de comida…»
Pero el Adviento es el que adviene: hay alguien que llega. Hay que arreglarse. Hay que preparar la casa para el que viene. Si no viniera nadie seguiríamos entregados al miedo y al exceso, perdidos en medio de un mundo que unas veces nos asusta y otras nos divierte. Si no viniera nadie daría todo igual. Nuestra religión sería la naturaleza, de la que nos sentimos parte. Una madre siente que sus hijos son siempre parte suya. Pero el ser humano es el único animal que construye casas. No solo para habitarlas. También para esperar al que viene. Para el Adviento. El Adviento es el tiempo de levantar la cabeza sobre el suelo de este mundo, sobre la naturaleza, y escuchar: «se acerca vuestra liberación».

Texto escrito por V.M.P.