
Siempre ha despertado en mi ánimo serias dudas quien propone cumplir la voluntad de Dios como fin y logro de la entera existencia. La propia atribución a Dios de una voluntad como la humana me suena a desmesura. Si los humanos tenemos voluntad, esto es, capacidad de querer esto o aquello -de querer y no querer, por tanto- ¿cómo atribuir a la divinidad una mera capacidad, esto es, un hueco que el deseo o el temor pueden llenar de tantas maneras?

Dios no tiene voluntad porque es amor. No hay hueco o vacío alguno en Él porque el amor le llena del todo. El que tiene algo es distinto de aquello que tiene: uno puede tener grandes capacidades pero sin descubrir siquiera. El que es algo es, en cambio, aquello mismo que es. «Yo soy el que soy» -dice de sí el unico Dios en la teofanía del Sinaí- es lo mismo que decir, con San Juan: «Dios es amor».

Somos los seres humanos quienes tenemos capacidades, entre las que importa, como ninguna otra, la capacidad de querer y no querer, la voluntad. Somos los seres humanos quienes sentimos, dentro de nosotros, un vacío por llenar. Más que un vacío, un abismo. Por algo somos capaces de lo mejor y lo peor: de querer algo pero quererlo poco; de no quererlo pero no impedirlo tampoco. La voluntad humana es hueca. Se llena enseguida así de grano como de paja.

En la Navidad la Iglesia escucha los relatos de las Anunciaciones. Hay tres, como sabemos: la Anunciación del Ángel a María, a José y a los pastores. La tercera es la que ahora nos atrae por su fuerza reveladora. En las otras, el anuncio llegaba a una sola persona, a una persona en su soledad. En ésta, sin embargo, el Ángel irrumpe en el silencio de la noche para anunciar la Buena Nueva a unos pastores. Mientras en las anunciaciones a María y a José vemos a estos seres humanos en diálogo íntimo con el mensajero celestial, en el anuncio a los pastores vemos a unos hombres hablando espontaneamente entre sí.
Cuando hay un hueco que llenar, una decisión que tomar o una orden que acatar, no hay tiempo que perder. Pero en las Anunciaciones no hay nada de esto. No se trata aquí de un Dios cuya voluntad espera ser cumplida lo antes y mejor posible. Si Dios tuviera voluntad tendría que hacerla cumplir. Si no la hiciera cumplir, ¿de qué le serviría? La voluntad sirve a los humanos para llenar su propio vacío, para desarrollar sus capacidades, para alcanzar su plenitud. Pero la divinidad no necesita alcanzarla. Dios es amor por entero.

El amor es paciente, sentencia San Pablo. Por eso espera. Las Anunciaciones empiezan por la palabra. No son visiones. No son manifestaciones visibles de la Voluntad divina. Son, más bien, palabras que se comunican. En las palabras hay mucho más amor que en los hechos. Los hechos hablan en silencio. No se ven: se escuchan porque hablan sin palabras, hablan como quien busca las palabras oportunas y no las encuentra. Los pastores, nos cuenta San Lucas…
«se volvieron alabando a Dios por todo lo que habían oído y visto…»

Algunos traductores anteponen el ver al oír y leen: «lo que habían visto y oído». Pierden el matiz, el sabor de la vida misma. Porque todo lo bueno que nos pasa en la vida necesitamos contarlo y escucharlo. Necesitamos palabras para expresar lo que sentimos. Para responder al Dios que nos habla también a nosotros como habló a los profetas de Israel, como habló a María, a José y a los pastores de Belén. Porque Dios no tiene voluntad. No tiene huecos por dentro. Dios es el que es. Dios es amor.
Texto escrito por V.M.P.