
Siempre he pensado que firmeza y suavidad se necesitan. Que la firmeza sin clemencia es dureza. Y la suavidad sin vigor, una solemne tontería. Por eso el arte de mandar es la habilidad de combinarlas en la justa medida: una parte de rigor y dos de calma, o al revés según el caso. Manda el humilde, el que vale para servir.
Ahora pienso, sin embargo, que no se han de alternar sino de conjugar. En la firmeza misma no ha de faltar la suavidad ni en ésta, a su vez, aquélla. Los contrarios no alternan: se transforman. La indulgencia transforma la firmeza y ésta, a su vez, la suavidad: ambas salen ganando. El agua se transforma en vino y el vino llena las tinajas para el agua en las bodas de Cana.

Vemos allí el agua fría, alojada en grandes tinajas de piedra. Difícil encontrar más clara imagen de una firmeza dura y fría que sirve para purificarse pero no para entregarse. Para cumplir con un rito pero no para llenarlo de sentido. Para sentirse puro pero no tierno. El milagro de Jesús sobre el agua de aquellas tinajas en la vida de unos hombres que se han quedado sin vino cuando más lo necesitan es un signo. El vino no baja del cielo. Transforma el agua. Convierte el rito en una fiesta.
«La madre de Jesús estaba allí…», nos dice el evangelio. Como el agua en las tinajas de piedra. Como los novios que se han quedado sin vino el día más dichoso de sus vidas. Eche o que hai, dirá el gallego. Es lo que hay. El jarro de agua fría o el golpe donde más duele. La vida es así y el rito, hecho sin ansia, nos lo recuerda. Es agua que corre por el río del vivir.

Pero Jesús y sus discípulos son invitados a la boda. Habría otros muchos. Solo de Jesús y los suyos se dice abiertamente que fueron invitados, «llamados», al acontecimiento. Y, si fueron llamados, fueron, sin duda, esperados. En medio de los imprevistos de la vida, capaces de cambiarla en un momento, no debía faltar la esperanza. Esperar el día de la boda y que no faltaran a ella los invitados más queridos, ¿no era lo mejor que podían hacer?
«No tienen vino», le dice a Jesús su madre. Es lo que dice el que espera un milagro antes de resignarse a no esperarlo. El que no sabe qué hacer y callar tampoco. Porque no se puede hacer nada. Manda el que vale, pero no para mandar sino para servir. Y, cuando no se puede hacer nada, es la hora de servir. No es la hora de reinar, como piensa la madre de Jesús:
«aun no ha llegado mi hora»

Aun no ha llegado la hora de Jesús. Es el tiempo de servir y acompañar. El tiempo de estar allí donde nos necesitan o nos esperan. De transformar el agua en vino, el rito en fiesta, los sinsabores de la vida en signos para la esperanza, el rigor en suavidad consoladora. Porque el vino bueno lo reserva Jesús para el final. No se sirve al principio del banquete como los discursos o las promesas que no se piensan cumplir. El vino bueno se reserva para ese momento en el que no se puede hacer nada. Es entonces cuando firmeza y suavidad se necesitan.

Texto escrito por V.M.P.