
Cada vez que cuelgo el teléfono, después de hablar con mi madre un domingo a mediodía, suelo repetirme:
-bueno, ¡ya está! Hasta dentro de dos o tres semanas no volveré a llamarla.
Hablar con mi anciana madre, a punto de cumplir noventa años, me cuesta: repite siempre lo mismo, olvida todo lo que se le dice y cada vez sé menos de qué hablar con ella. Confinada en su residencia para personas mayores, es fácil comprender hasta qué punto se han reducido sus intereses. Por eso me pregunto cada día: ¿para que sirven unas conversaciones que acaban dando vueltas a lo mismo siempre?
Ya sé que mi madre espera estas llamadas. Mi sueño sería, sin embargo, muy otro: una conversación como la que tienen los amigos entre sí, cada vez que se abren uno al otro el corazón y se ponen a hablar sobre el misterio de la vida. Por desgracia, se abre un abismo entre nuestras generaciones y mundos respectivos. No hay posibilidad alguna de tal cosa.

Habrá muchos que estén pasando por una situación parecida a la mía. Es muy común en nuestros días. Habla de nuestra
dificultad para comunicarnos, sobre todo cuando la vida y las circunstancias de cada uno nos han llevado por caminos diferentes. A mí me sirve de contexto para leer de nuevo aquel pasaje del evangelio de Lucas que solemos conocer como el de la «pesca milagrosa». Antes de referirse a la pesca, el relato en cuestión pone el acento sobre la Palabra de Dios y la necesidad de comunicación.

El relato lucano discurre en dos momentos. El primero alude a la predicación de Jesús: desde la orilla del lago predica a la multitud; ésta le deja tan poco espacio que decide subirse a una barca para seguir predicando. El segundo momento es aquel en el que Jesús pide salir a pescar lago adentro. El resultado es extraordinario. Para el propio Jesús será la ocasión de invitar a Pedro a seguirle y ser así, con él, pescador de hombres. El enlace que mantiene unidos estos dos momentos del relato es la palabra: la pesca milagrosa es el reflejo de la predicación de Jesús, a quien Pedro, Santiago y Juan quedarán unidos. Hay en esta palabra algo mágico. Las gentes se sienten atraídas por Jesús y le buscan. La pesca abundante simboliza, a su vez, el éxito que llegarán a alcanzar los discípulos de Jesús cuando sean ellos los predicadores de su palabra.

Esta primera lectura del evangelio apenas llegará a despertar nuestro interés. Nos habla de un mundo maravilloso, nada que ver con el nuestro: si Jesús ha triunfado, mejor para él, y, si han triunfado también Simón, Santiago y Juan, mejor para ellos ¿Qué nos importa a nosotros? Solo si volvemos a leer un poco más a fondo este relato podremos entender mejor su sentido ¿Nos hemos preguntado alguna vez de qué podía hablar Jesús para atraer tanto a la gente? ¿De moral, acaso? En absoluto. Poco antes, Jesús había dado comienzo a su ministerio en la sinagoga de Nazareth leyendo de nuevo al profeta Isaías y anunciando que acababa de empezar un tiempo en el que los esclavos iban a quedar libres, los ciegos iban a ver, los oprimidos se verían liberados de su opresión y todos podrían disfrutar de un año de gracia ¿Cómo reaccionaría cualquiera de nosotros si oyera algo así? Ahora podemos comprender por qué la gente acabó acudiendo a Él en tropel, llevándole sus enfermos y endemoniados para que los sanara y dejara libres. Una palabra que devuelve la vida es capaz de poner en pie a la gente. Pero, ¿cómo tener una palabra que devuelva la vida?
Sigamos leyendo el evangelio. Ya conocemos la escena. Jesús le pide a Simón que lleve la barca lago adentro para echar las redes. Ya lo habían hecho, la noche anterior, Simón y sus compañeros, sin éxito alguno. Pero ahora llega un momento decisivo. Simón le dice a Jesús:
«Porque tú lo dices voy a echar las redes»
Lo que Simón quiere decir es, más o menos, esto:
«La experiencia me enseña que es inútil pero, ya que tú me lo pides y como yo creo en ti, voy a hacer lo que me pides»
Lo que sigue ya lo sabemos. Pero hay otro momento en el que vale la pena fijarse: el de la reacción de Simón:
«Aléjate de mí, Señor, porque soy un pecador»
No podemos entender esta reacción de Simón si no admitimos, como hacen muchos biblistas, que el contexto originario de este relato es el tiempo después de Pascua, esto es, después de que Simón haya renegado tres veces de Jesús. Dicho de otro modo, ¿cómo es posible que yo, siendo como soy el primero en faltarle el valor y en sucumbir a múltiples tentaciones, pues no soy nada parecido a un héroe, haya sido llamado a dar una palabra capaz de suscitar la vida? Y, si fuera al contrario…Por haber metido la pata una y otra vez, por haber llorado y haberme arrepentido después, es por lo que ahora puedo hablar de la vida y tener un corazón que late al ritmo de los demás.

Tras esta lectura, ¿no vemos ahora hasta qué punto el evangelio nos concierne directamente a nosotros? Todos sabemos, en el fondo, qué es lo que les da vida a los demás, estén cerca o lejos de nosotros. Por pura intuición sabemos todos lo que necesita cada uno. El evangelio nos enseña que es dando vida como ponemos en práctica el mensaje de Jesús. Pero hay un problema: no siempre vemos los frutos, como cuando echamos una red al mar; además, ¿quién soy yo para compararme con Jesús? Precisamente yo, cuya lista de errores en la vida no para de crecer…Aquí llegamos a un momento decisivo para nosotros: ¿estamos dispuestos a decir, como Simón: «porque tú me lo pides lo haré»? Yo no tengo la impresión de haber sacado gran cosa en limpio pero voy a mantener abierta la comunicación.
Para terminar, me gustaría volver a mis conversaciones con mi madre. Como la red que se echa a un mar desconocido, es casi imposible calcular por entero el fruto de una conversación ¿Y mi palabra? ¿Suscita de verdad la vida? ¡Quién lo sabe! Hay algo, sin embargo, de lo que puedo estar seguro: al aceptar estas conversaciones, la palabra me transforma a mí. No podemos suscitar la vida si no entramos primero nosotros en ella. Si, al menos, no tenemos fe.

André Gilbert
(trad. de V.M.P.)