
Voy a hablar un poco de mí. Cada vez que suena mi despertador, a las cinco de la mañana, dudo por un momento: ¿qué hago?, ¿lo apago y sigo durmiendo o me levanto y hago mis treinta minutos matinales de gimnasia? Me levanto. Tras el desayuno, salgo de casa y me voy al trabajo. No hay tiempo que perder. El autobús me está esperando.
Ya sentado en el autobús, me pongo a leer un documento importante. Es entonces cuando una persona de edad sube al vehículo, repleto de pasajeros. Nadie se mueve. Me levanto al instante y le cedo el asiento. El documento puede esperar…

Acabo de llegar a mi lugar de trabajo. Es el momento de organizar el día y distribuir la tarea entre los miembros del equipo. Pero resulta que alguien necesita hablar de sus problemas familiares. Yo no puedo perder el tiempo en algo que excede mis responsabilidades y no me ayuda a prosperar en mi trabajo. Pero es un ser humano y ¿no he dicho acaso que intento dejar el mundo un poco mejor? Al final, me paso una hora escuchándole.
Más tarde, me encuentro con un experto ansioso de presentarme su informe. Lo leo y me doy cuenta de su escaso interés. Pero, ¿qué le digo? ¿Le diré que es un informe deleznable y que no sabe trabajar? Mejor me pongo en plan de coach y le hago todas las preguntas que se me ocurran sobre el documento hasta que él mismo se dé cuenta de sus múltiples carencias.

La jornada llega a su fin. Es el momento de evaluar el rendimiento de un empleado. Según todos los encargados anteriores a mí este empleado venía cumpliendo con las expectativas pero yo sé que decían esto para evitar problemas. A mí me toca decir cosas difíciles, reunirme con Recursos humanos, con el sindicato y con mi propio encargado. Tomo una decisión: voy a decir la verdad y a hacer frente a la borrasca. Con ello espero ayudar al empleado a afrontar la realidad y mejorar así el ambiente en la empresa.
Es, al fin, la hora de volver a casa. Me esperan unos compañeros para tomar juntos una cerveza y una ración de pizza en la cervecería de la esquina. Así podremos pasar un buen rato. Pero no. Voy a volver derecho a casa. Mi mujer me está esperando. Después de la cena me apetece leer el periódico del día. Pero mi mujer ha tenido un día difícil y necesita hablar. El periódico puede esperar para el día siguiente. Es la hora de irme a la cama si quiero levantarme a las cinco ¡Se me ha pasado el día! ¿Cuantas decisiones he debido tomar a lo largo de la jornada? ¿Cuántas tomamos todos cada día? He aquí el difícil arte de vivir.

Puede que esta historia no tenga nada que ver con el evangelio. O sí. Se trata de aquel relato que conocemos como el de las tentaciones de Jesús. Para la mayoría de los lectores, Jesús aparece, en este relato, como un héroe que resiste sin vacilar las insidias diabólicas. Pero, visto así, nos perdemos lo esencial: que Jesús ha vivido en su propia carne todas y cada una de nuestras tentaciones y se ha visto obligado a tomar cientos de decisiones a lo largo de su vida. Como yo. Como cualquiera de nosotros. Veámoslo más de cerca.
Jesús acaba de pasar por una experiencia religiosa muy intensa, la de su bautismo en el Jordán. Ha descubierto que Dios le ama de una manera única y que tiene una misión especial en el mundo. Siente, por ello, la necesidad de aislarse para estar listo. El evangelio nos habla de un ayuno de cuarenta días en el desierto. El ayuno es una manera de prepararse para la misión. Cuarenta es una cifra que, en la Antigüedad, expresa el tiempo necesario para alcanzar la madurez en la vida. Y el desierto alude a lo que debió de pasar el pueblo judío cuando se fue de Egipto camino de la tierra prometida. A sus tentaciones de volverse atrás y a aquellos días en los que se tambaleó su fe en Moisés y en Dios mismo. Tambien Jesús pasó, a su manera, por todo esto.

La palabra «diablo», en la lengua griega, hace referencia a un palo que se mete entre las ruedas para impedir su giro. Sugiere, pues, los múltiples obstáculos que se pueden interponer a una misión. Por eso a mí me gusta traducir la expresión «tentación diabólica por deseo contrario a la misión».
Las tres tentaciones podrían resumirse así:
«…si eres un hombre habitado por Dios de verdad, reza, sobre todo, por tus necesidades físicas esenciales, para que se vean satisfechas. Recuerda que necesitas sentirte importante y entrégate, pues, a tu ansia de controlarlo todo y ser alguien. Pídele a Dios que te haga como Él para que puedas verte libre del sufrimiento y de la muerte».

Ya sabemos cuál es la respuesta del evangelio, inspirada en el Antiguo Testamento: el ser humano necesita más que pan; necesita amar y ser amado. Y necesita encontrar el sentido último de su vida. Solo Dios es un absoluto y el ser humano debe, por ello, permanecer libre frente a todo lo demás. Nosotros no podemos controlar a Dios. No podemos obligarle a que nos ahorre las penurias propias del ser humano, en particular la de tener que hacer frente a nuestra propia muerte.
Todas las decisiones de Jesús han ido en este sentido. El pasó en la vida por lo mismo que nosotros ¡La Buena Noticia! La fuerza que fue desplegando a través de sus múltiples decisiones la ha puesto a nuestro alcance hoy para que el difícil arte de vivir pueda dar origen al ser humano renovado ¿El secreto? Basta con abrirnos simplemente al Espíritu cuya voz podemos escuchar ya dentro de nosotros.

André Gilbert
Trad. de V.M.P.