
Todos conocemos, sin duda, a alguien así. A una mujer que ha tenido varios hijos, por ejemplo. De niños fueron a la escuela, recibieron una educación y, con el tiempo, empezaron a entender la vida de otra manera, ya no como su madre ¿No les había enseñado a todos lo mismo y con toda el alma? Poco a poco, aquellos hijos suyos fueron dejando el hogar, anduvieron por el mundo e hicieron su propia vida. Aunque seguían unidos a su madre en la distancia, no fue aquel vínculo tal como ella lo había soñado. Al menos, eso sí, no se había roto. Su esposo, tantos años a su lado, acabó falleciendo antes que ella. El hogar se le quedaba ahora muy grande sin él y la hora de las comidas le resultaba mucho menos interesante. Pasaron los años y fue perdiendo facultades. Ya no era capaz de limpiar su casa como antes. Sus piernas empezaron a vacilar. No podía caminar hasta la iglesia como solía hacerlo hasta entonces. Se iba dando cuenta de cuántos duelos había tenido que afrontar en los últimos años ¿Es esto vivir? ¿Es esto envejecer? ¿No es todo un poco triste?

El evangelio no parece tampoco invitarnos al regocijo. Por él sabemos de dos sucesos que tuvieron lugar en tiempo de Jesús: una revuelta nacionalista en Galilea que Pilato acabó sofocando de una manera sangrienta y la catástrofe ocurrida en Jerusalén, cuando se desmoronó una torre de piedra sobre dieciocho personas que pasaban por allí y murieron en el acto. Cada vez que leemos sucesos como éstos en el periódico de la mañana, reaccionamos de varias maneras. Son cosas muy tristes, desde luego. Pero, si nos preguntamos cómo ha podido pasar algo así, nuestras interpretaciones son diversas. Podemos pensar: los nacionalistas de Galilea han tenido su merecido por lo que han hecho; si no se hubieran alzado en armas no les habría pasado nada. En cuanto a la gente que pasaba aquel día por las inmediaciones de la torre en ruinas, cabe preguntarse si no fueron unos imprudentes.

A menos que no merecieran seguir viviendo mucho tiempo más ¿Y Jesús? ¿Cuál fue su reacción ante estos sucesos? Pues vino a decirnos:
«No pensemos que estas cosas les pasan a otros y no pueden pasarnos a nosotros»
Jesús nos invita a identificarnos con las víctimas de aquellos sucesos y a concluir:
«Dejemos de pensar que nos queda una vida entera por delante y tomemos, desde hoy mismo, la decisión de entrar en la entraña de nuestra existencia como si fuera nuestro último día de vida»
Jesús nos invita a todos con unas palabras que se traducen habitualmente así:
«Os lo aseguro: si no os convertis, perecereis todos de la misma manera»
Hay traductores que prefieren «si no os arrepentis». Lo que, unos y otros, intentan traducir es el verbo griego «metanoein». Su traducción literal sería «cambiar de idea». Pero, ¿a qué cambio de idea, en concreto, se refiere el evangelio? ¿Qué debemos cambiar en nosotros? Si ya nos tenemos por cristianos, ¿qué nos queda por cambiar? ¿Qué, en concreto? Para entender mejor a qué se refiere Jesús, habría que traducir, tal vez, «metanoein» como «aceptar que la vida nos cambie» o «cambiar de idea según nos vaya yendo en la vida». Una intervención militar con desenlace sangriento o un edificio que se viene abajo y aplasta a la gente son acontecimientos excepcionales, sin duda, pero forman parte de los millones de experiencias que van salpicando nuestras vidas. La única actitud plenamente humana a la que se atiene Jesús consiste en dejar que nuestras vivencias nos vayan marcando, esculpiendo nuestro rostro y, en suma, transformandonos. Entrar en la vida es abrir los ojos y el corazón a todo lo que sucede para que ello mismo pueda hablarnos y enseñarnos algo. Rechazarlo o dejar que pase sin más como el agua que corre es negarse a vivir y entregarse a la muerte.

La gran dificultad en la vida es vivir el presente. Cuando somos jóvenes queremos ser adultos, cumplir dieciocho para poder sacar el carnet de conducir, tener nuestro primer empleo con la carrera terminada y fundar una familia: la vida está en el futuro. Cuando somos mayores, en cambio, nos acordamos, nostálgicos, de otros tiempos, cuando estábamos todos en familia por Navidad con los hijos, en momentos inolvidables con nuestra pareja o de viaje por lugares extraordinarios: la vida está en el pasado. Dejar que la vida nos cambie, entrar en la vida, significa que la vida está en el presente, que se vive ahora y que no para de cambiar. Vivir es crecer sin pausa a partir de lo que vivimos cada día. No otro es el mensaje de la parábola de la higuera que leemos en el evangelio: el árbol debería haber dado ya sus frutos pero aun está a tiempo mientras siga vivo…por el momento.

Poco importa nuestra edad. Todos compartimos una misma realidad: el presente. En nuestras manos está la decisión de aceptarlo o rechazarlo. Todos tenemos vivencias grandes y pequeñas: podemos defendernos de ellas o dejar que nos transformen. Dejar que los duros fríos del invierno muerdan nuestro rostro. Envejecer es, sin duda, vivir muchos duelos. Pero es también superar todo aquello que nos movía a huir del presente, aprender a disfrutar de lo esencial y adentrarnos en la hondura de lo que nos queda, la vida misma. Lo que Jesús nos pide, él mismo lo vivió. Por eso es, para nosotros, el Viviente.
André Gilbert
Trad. de V.M.P.