ESPERAR Y SEGUIR ESPERANDO

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Todo el mundo conoce la parábola del hijo pródigo. Por eso me pregunto qué puedo añadir yo a un relato como éste, tan conmovedor, en el que un padre acaba encontrándose de nuevo con su hijo. A esta parabola se recurre en todas las celebraciones penitenciales ¿No habla ya por sí misma? Pues no. Si alguien se dejara llevar por sus imágenes, no comprendería el alcance que pueden tener en la vida de cada uno.


Desde hace algunos años existe un movimiento a favor de la «justicia reparadora». Su intención es proponer soluciones alternativas a la justicia «tradicional», esto es, la que castiga a los delincuentes ¿Cuál es su motivación? Según un informe del ministerio de justicia canadiense, el riesgo de reincidencia es mucho más bajo con esta nueva clase de justicia. Un espíritu pragmático podría agregar: «resulta mucho más costosa a corto plazo pero menos a largo plazo».

En la misma línea hay también, entre los psicólogos americanos, un movimiento de crecimiento personal que contempla el perdón como su sexta y última etapa, tras el reconocimiento del propio dolor y de la propia indignación. Bajo este punto de vista, el perdón viene a ser una forma definitiva de liberación ¿Qué tiene que ver con todo esto, por cierto, la parábola de Jesús?


En ella nos venimos a encontrar con un padre cuyo corazón se ha roto porque su hijo ya no está a su lado y ha perdido el contacto con él. Sin desesperarse, espera la vuelta de su hijo y permanece alerta hasta que lo ve llegar de lejos ¡Cuántas veces no lo buscó en vano con sus ojos a lo lejos! Cuando finalmente aparece, no le dirige el menor reproche. Al contrario: organiza una fiesta por todo lo alto. Hay un punto de locura en la reacción de este padre. La inmensa alegría que le embarga, la «locura» que le mueve, es la expresión de su amor desbordante, sin medida ni fin. Cuando Jesús me cuenta esta parábola me está diciendo:

«Aquí está tu Dios, tu Padre, al que intento darte a conocer con mi vida entera»


He aquí, pues, lo que la fe cristiana puede aportar al debate sobre la justicia y el perdón. Pero esta aportación es muy difícil de entender para quienes no han vivido una experiencia como la que nos cuenta la parábola. Me acuerdo, en este momento, de aquel joven sin hogar con el que mi hija se encontró una vez en las calles de Ottawa: su padre le había echado a la calle porque tenía sus principios y no estaba dispuesto a permitir que la droga entrase en su casa.

Pero hay más. Mientras el hijo pródigo se siente indigno de su padre y se dispone a ser tratado por él como un criado más, el padre, que le mira con otros ojos, le pone un anillo en su dedo, símbolo de su condición de hijo. El pródigo tendrá, desde ahora, un reto ante sí: llegar a verse a sí mismo tan valioso como su propio padre le ve a él. En cuanto al otro hijo, el mayor, cabe decir que no se conoce a sí mismo. Se ve como un criado al servicio de su amo que no puede ni matar un cabrito para invitar a sus amigos, por más que su padre le recuerde:

«todo lo mío es tuyo, tienes los mismos derechos que yo»

Hace tiempo pude leer el testimonio conmovedor de un padre que, arruinado su negocio, se vio obligado a sacar a su hija de un colegio privado. La cosa no quedó ahí. Un buen día su hija se metió a bailarina de cabaret. Fueron pasando los años y corriendo el dinero hasta que la mujer empezó a envejecer, aparecieron sobre su piel las primeras arrugas y tuvo que conformarse con actuar en locales de poca monta. Un día, su padre se presentó en el tugurio donde vivía con la esperanza del reencuentro: invectivas, reproches y sarcasmos fueron todo lo que salió de la boca de su hija. Su padre pudo comprobar, entonces, hasta qué punto seguía ella detestandose a sí misma.

Frente a los que cometen crímenes y delitos, una parte muy pequeña de nuestra sociedad es capaz de percibir la fuerza liberadora del perdón. En este contexto, la fe cristiana puede aportar mucho al mostrar el rostro del Padre que está en el origen de nuestras vidas y poner de manifiesto qué es un ser humano para Él ¿No podríamos ser nosotros como este Padre que permanece a la espera, que mira a lo lejos cada día y se resiste a pensar:

«Se acabó. Ya no hay nada que esperar. Ya no hay nada que hacer»

Si amo, estoy condenado a una espera sin límites, la de quien aguarda siempre ver aparecer a su hijo de lejos.

La cuaresma es el símbolo de esta larga espera, del camino hacia la tierra prometida. Sigamos, pues, en camino con todos los que esperan la reconciliación en este mundo. Y recordemos que el camino no es nunca demasiado largo para el que sabe amar. Si ésta ha sido la actitud de Jesús, ¿no podrá ser también la nuestra?

André Gilbert

Trad. de V.M.P.

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