¿Cuál es el daño que advertimos primero? ¿El que hacemos o el que nos hacen?
¿Hay alguien que, al golpear, no se defienda? ¿O que, al huir, no crea espantar a su adversario?

¿Quien hay dispuesto a reconocer que se engaña a sí mismo? ¿Y quién no teme, más bien, que otro le engañe?
Judas fue un Judas, el primero de todos. Su propio nombre ha llegado hasta nosotros como sinónimo de traidor. Ahora bien, ¿quién defraudó a quién? Sabemos que Judas defraudó a Jesús. Pero ¿nos hemos preguntado alguna vez si Jesús, a su vez, no defraudó a Judas? ¿No sintió acaso Judas defraudadas sus expectativas acerca de Jesús? ¿Era Jesús la clase de hombre que Judas esperaba encontrar?

Los caminos de Judas y de Jesús se cruzaron un momento antes de separarse para siempre. Uno, hacia el abismo de la desesperacion. El otro, hacia una soledad abismal. En su desesperación piensa el salmista que
«todos los hombres son unos mentirosos».
Que la gente es mala o que no te puedes fiar de nadie…¿no es lo que solemos tomar por verdadero? Pero, si no te puedes fiar de nadie, ¿te vas a fiar de ti? Judas, en su desesperación, se acaba quitando de en medio. Implacable lógica.

Jesús, en su soledad, sabe en quién puede con fiar ¿se arrepintió, acaso, de haber confiado en Judas? ¿Se sintió defraudado por él? Yo creo que no. Al hombre en su soledad no le sobra nadie. Sabe por experiencia que nadie engaña o defrauda a otro si no se ha engañado primero a sí mismo. Ahora bien, ¿cómo se yo que no me engaño? Si habito en la confianza. Fuera de ella, no es posible la vida. Judas lo supo y se la quitó. A los infiernos bajó Jesús en su busca. Por eso ahora podemos cumplir el mandato del Señor:
«amaos unos a otros como yo os he amado»
Texto escrito por V.M.P