
Una de las preguntas que me hago a menudo es la siguiente: ¿qué es lo primero? ¿la fe o el amor?
Parece una pregunta absurda pero no lo es para mí. A lo largo de la vida me he encontrado con personas sinceramente religiosas que, sin embargo, no he podido -o no he sabido- querer. Y esto por una razón bien simple: porque no me he sentido querido. Nadie puede querer a otro si primero no se siente querido por él. La gratitud es la raíz necesaria y pura del amor.

Pero, si todos buscamos al mismo Dios y Dios es, en palabras de San Anselmo…
«aquello mayor que lo cual nada se puede pensar»
¿cómo es posible que no sepamos amar algo mucho más pequeño, a saber, al prójimo? El que ama lo más grande, ¿no será capaz de amar lo más pequeño? La respuesta a esta pregunta se halla implícita en la propia sentencia anselmiana. El Dios que es lo más grande para la razón humana no lo es, en cambio, para el corazón de cada uno. Lo más grande no puede ser amado. No necesita amor porque ya es grande. Amor necesita lo más pequeño, lo frágil, lo acaso insignificante. Amando lo pequeño, lo que no cuenta para la razón ni el cálculo, es como todos nos hacemos verdaderamente grandes. Nos hacemos sencillamente humanos.

Lo leemos en el evangelio de Juan:
«El que me ama prestará atención a mi palabra»
¿Hay algo más pequeño que la palabra? ¿Más limitado? Solo puede haber una cosa más limitada que la palabra humana: el cuerpo con el que nacemos y morimos, con el que sufrimos y gozamos, con el que respiramos. Las palabras no se gastan si las cuidamos. Nuestro cuerpo, por más que lo cuidemos, se acaba desgastando. Por eso nuestro cuerpo necesita más amor que nuestras palabras. Y, por eso, la Palabra se hizo carne. Para hacerse doblemente necesitada de amor. Doblemente limitada: por ser palabra y por encarnarse en un cuerpo frágil y mortal como el de cualquiera de nosotros.

«…y mi Padre le amará…»
Si la gratitud es la raíz necesaria del amor, ¿como no vamos a sentirnos amados cada vez que amamos lo que necesita amor: la palabra de Jesús y al propio Jesús, que es la Palabra hecha carne? Al Dios que es «aquello mayor que lo cual nada puede pensarse» no es posible amarlo. Lo grande ya es grande. No necesita nuestro amor. Pero solo allí donde no hay necesidad puede haber gratitud. El Padre ama al que ama a su Hijo por pura gratitud. Y es tal su gratitud que, como podemos seguir leyendo en el evangelio de Juan…
«vendremos a El y haremos morada en Él»
Ya no hay grande ni pequeño donde hay amor. No hay señores ni esclavos. Ni propios ni extraños. Ahora sé que lo primero es el amor. Y la fe es su fruto: fruto de la gratitud, don de Dios, que no necesita nada de nosotros pero se ha hecho pequeño y necesitado por nosotros. La fe de las personas sinceramente religiosas que no he podido querer es su fe. Su Dios es «lo más grande que cabe pensar». Pero lo grande para la razón no cabe en nuestro corazón. No necesita amor.

Texto escrito por V.M.P