
«No era él la luz sino testigo de la luz» Jn 1, 6
Saber lo que no queremos ser, le oí decir una vez a cierto sabio, ya es algo. Sabiendo lo que no quiere ser es como empieza uno a saber lo que quiere. Yo, en cambio, no pienso así. El fariseo en oración sabía que no quería o no creía ser como el publicano en quién tenía puestos sus ojos en vez de ponerlos en su Señor. Los acusadores de Socrates creían saber quién era el que estaba corrompiendo a los jovenes. Pero se mostraron incapaces de señalar quién era el que los hacía mejores. Saber lo que no queremos o no creemos ser no siempre nos ayuda a descubrir lo que somos y queremos ser. Tanto el fariseo como el acusador de Sócrates, si algo ponen de manifiesto, es su profunda -y culpable- ignorancia. Creen saber lo que no saben.
Por eso la figura de Juan el Bautista, sometido al interrogatorio de los sacerdotes y levitas enviados desde Jerusalén, crece tanto a nuestra vista. Enfrentado a los profesionales de la religión, es decir a quienes creen saber lo que son y quieren ser, Juan se revela en su verdad más íntima. Dice, ante todo, lo que él no es. Tener claro lo que no somos no tiene nada que ver con proclamar, como el fariseo o el acusador de Sócrates, lo que no queremos ser. Una es la verdad. Otra, la opinión. La opinión puede estar equivocada. La verdad, en cambio, nada tiene en común con la mentira.
Juan no era la luz sino testigo de la luz. Cuanto menos queremos brillar, enseña San Bernardo, más verdadera es nuestra luz. El Bautista, que pudo brillar ante la muchedumbre de los que bajaban al Jordán a ser bautizados por él, no quiso lucir sino arder. Anunció así un bautismo de fuego y Espíritu el que nos invita hoy a nosotros, con el testimonio de su vida, a descubrir y manifestar a los demás nuestra verdad más íntima: lo que no somos.
Texto escrito por Víctor Márquez, sacerdote de la UPA de As Pontes