Hoy la Iglesia celebra la fiesta del Corpus Christi. Es una fiesta de exaltación hasta el extremo. A mí, la verdad, no me atraen los extremos. El brillo de la lumbre deslumbra. Y el deslumbrado queda ciego, tanto como el que nunca ha visto un solo rayo de luz.
Hay recuerdos que acompañan siempre. Es lo bueno que tienen. Van siempre con uno mientras hace cualquier otra cosa, su vida cotidiana. Más que luz, son claridad en el camino. Con ellos en la memoria es difícil perderse.
Recuerdo que, siendo niño, se pusieron de moda los rotuladores de colores. Mis compañeros de clase llegaban al aula cada mañana con cajas repletas de rotuladores. Se pasaban el rato, entre clase y clase, pintarrajeando con ellos las hojas de sus cuadernos. Todos, menos uno. Había un niño que no traía rotuladores a clase. Llegaba siempre con un estuche viejo y unos pocos lapices de colores dentro, ya gastados por el uso.
Aquel niño -lo recordaré siempre- hacía unos dibujos maravillosos con sus pocos lápices. Con poco era capaz de hacer mucho ¿No es precisamente éste el milagro de la Eucaristía que la Iglesia exalta hasta el extremo en la fiesta del Corpus Christi? Con cinco panes y dos peces nos cuenta el evangelio que dio de comer Cristo a una multitud. Y con un poco de pan y vino la vida de Cristo sigue alimentando la fe de muchos a través de las especies eucarísticas.
De la vida que se multiplica al entregarse saben mucho quienes, con pocos medios, son capaces de hacer grandes cosas. Lástima que las exaltaciones eucarísticas necesiten tantos medios para brillar «más que el sol», como aquellos tres jueves de antaño: Corpus Christi, Jueves santo y la Ascensión.
Hoy me han invitado a una comida vecinal. En la vega de un río, de frondoso arboledo y aire apacible, los parroquianos izaron carpas y juntaron mesas, con sus manteles de papel y sus cubiertos limpios. Todo estaba listo cuando llegué. Primero, la misa de campaña. Luego, la orquesta animando al baile con escaso éxito entre la concurrencia. Al final, la mesa y todos sentados a ella para dar buena cuenta de las viandas.
«Coma, don Vitor, coma». Pasaban los platos de jamón y pulpo entre los comensales mientras sonaba, una y otra vez a mi lado, la misma gracia. Yo comía con placer pero mi vecino de mesa me seguía repitiendo: «coma, don Vitor, coma». Debía de verme con reparo a alargar mi mano a los manjares. Pero ni reparo ni prisa era lo que yo tenía.
Claro que uno necesita oír, de vez en cuando, algo asi. Necesita sentir que se preocupan de uno aun cuando no necesite que se preocupen de hecho. Todos seguimos siendo, a lo largo de la vida, el niño que, en la oscuridad de la noche, busca un poco de luz para dormir seguro. La vida humana es insegura por naturaleza y la edad adulta no es más que un intento de aparentar seguridad y calma. En realidad, yo debía agradecer que mi comensal, de vez en cuando, me repitiese: «coma, don Vitor..».
Como cada viernes, empiezo el culto dominical en la parroquia de Pacios de Castro de Rei. Es viernes pero nos imaginamos que es domingo. Hay lugares donde el tiempo no pesa. Todos los dias corren ligeros, impulsados por la fuerza de la costumbre, que les da alas por si quieren volar. Y ya lo creo que quieren. Parece que fue ayer y es mañana.
Hay solo un lugar en esta parroquia donde el tiempo intenta detenerse. Donde recoge sus alas y hace pie sobre la tierra. Ese lugar es precisamente su iglesia. Allí acuden pocos pero asiduos. Escuchan con atención la misa, más que la oyen. El cura se permite con ellos cierta libertad en las palabras. Es lo que pasa cuando uno se siente escuchado: que dice más de lo que pensaba decir.
Acabada la misa nos pasamos en el atrio casi una hora, a veces, cuando no llueve. Allí hablamos de lo divino y lo humano. Sobre todo, nos reímos juntos. Es nuestro momento de la semana. Huelen a bálsamo esos breves instantes que se prolongan en la calma de la tarde. Desde ellos miramos la vida que nos queda como si ya no pudiera ofrecernos nada mejor: un tiempo para disfrutar.
Hoy he celebrado la fiesta de la Santísima Trinidad. A los seres humanos nos cuesta demasiado entender que la diferencia no es un obstáculo para alcanzar la unidad, antes bien, es la condición necesaria para que sea posible. No hay verdadera unidad allí donde todos tienen un mismo pensar y sentir sino allí donde todos escuchan y respetan los pensamientos y sentimientos de los demás cuando no coinciden con los propios. La unidad se realiza en la diferencia porque es el gran don de Dios al mundo. A él se ha revelado como Trinidad de Personas diferentes: Padre, Hijo y Espíritu. El Dios trino ha creado un mundo lleno de diferencias que el espíritu humano necesita comprender para alcanzar su propia unidad consigo mismo, con los otros, con su Creador.
La Iglesia celebra hoy la fiesta de Cristo, Sumo y eterno sacerdote. Me recuerda lo que soy para que no olvide quién soy. Soy algo muy grande pero alguien muy pequeño. Y, sin embargo, es mi propia pequeñez la que debe sostener tanta grandeza. Para ser algo en el mundo hay que ser alguien en la vida. Ser una persona: nada más y nada menos.
Y ¿qué es una persona? Es una voz puesta en pie. Las cosas están ahí. Pasan o duran. Y nosotros hablamos de ellas. Aprendemos de otros las palabras para nombrar la roca que resiste, el agua que se escurre o el aroma que se esfuma dando vida…Hablamos de lo que hemos oído para entender lo que vemos. Ser persona es muy poca cosa. Pero, justo por eso, es capaz de sostener en pie el peso de las cosas más grandes: lo que queremos ser en el mundo y lo que admiramos en él.
¿Tenemos un destino cada uno de nosotros? ¿Está escrito en alguna parte? ¿Qué es el destino? ¿Es algo que podemos cumplir? ¿O algo que no podemos evitar? Solemos entenderlo en este último sentido. Hagamos lo que hagamos, hay un día y un lugar escritos e imprevistos para cada uno. El destino se cumple sin nosotros. Es inexorable.
Pero no es ésta la unica manera de entenderlo. También podemos concebir un destino cumplido por nosotros mismos y no a pesar nuestro. Hace poco escuché a alguien envidiar la suerte del que muere «su propia muerte». Muere su propia muerte el que no la encuentra en un accidente fortuito. Es cierto que, a veces, los accidentes son inevitables. Pero no siempre.
¿Fue la muerte de Jesús su propia muerte? ¿Pudo haberla evitado? Sin duda que pudo. El hombre piadoso aspira a distinguir las cosas que puede cambiar de aquellas otras que debe aceptar. Pero el hombre de fe ha descubierto que puede cambiar todas las cosas ¿Cómo es ello posible? Porque tiene una vocación. Cuando alguien vive su destino como una vocación es capaz de cambiarlo todo. No él mismo, en realidad, sino El que le llama. Vocación es respuesta a una llamada. Ni la llamada ni la respuesta están escritas en ninguna parte.
Cuando el Resucitado recuerda a sus discípulos lo que estaba escrito -«que el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos y en su nombre se predicara la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos…»- no hace alusión a un destino que no pudo evitar sino al que pudo cumplir. Y libremente cumplió. Suya fue la respuesta, no la llamada. La vocación, no el destino. Pudo no haber respuesta alguna. Se habría cumplido, entonces, el destino a pesar suyo. Habría muerto como cualquier hombre, un día y en un lugar escritos e imprevistos. Pero nadie muere como cualquier hombre porque nadie vive como cualquier otro si no quiere.
Si Jesús vivió su propia vida y murió su propia muerte, entonces puede darnos vida. Nos dan vida las personas que nos animan a vivir la nuestra y no la suya. Nos quitan vida, energía, los que se empeñan, por el contrario, en que pensemos y actuemos como ellos. A la Resurrección sigue la Ascensión. A la vida del Resucitado, la vida de la Iglesia. A la Pascua, el envío del Espíritu a todos los pueblos e individuos. Para que todos seamos otros Cristos, pero a nuestra manera. Para que todos seamos uno, pero diferentes. Para que todos podamos convertirnos a una vida auténtica y plena. A una muerte y a un destino que no están escritos en ninguna parte.
Una de las preguntas que me hago a menudo es la siguiente: ¿qué es lo primero? ¿la fe o el amor?
Parece una pregunta absurda pero no lo es para mí. A lo largo de la vida me he encontrado con personas sinceramente religiosas que, sin embargo, no he podido -o no he sabido- querer. Y esto por una razón bien simple: porque no me he sentido querido. Nadie puede querer a otro si primero no se siente querido por él. La gratitud es la raíz necesaria y pura del amor.
Pero, si todos buscamos al mismo Dios y Dios es, en palabras de San Anselmo…
«aquello mayor que lo cual nada se puede pensar»
¿cómo es posible que no sepamos amar algo mucho más pequeño, a saber, al prójimo? El que ama lo más grande, ¿no será capaz de amar lo más pequeño? La respuesta a esta pregunta se halla implícita en la propia sentencia anselmiana. El Dios que es lo más grande para la razón humana no lo es, en cambio, para el corazón de cada uno. Lo más grande no puede ser amado. No necesita amor porque ya es grande. Amor necesita lo más pequeño, lo frágil, lo acaso insignificante. Amando lo pequeño, lo que no cuenta para la razón ni el cálculo, es como todos nos hacemos verdaderamente grandes. Nos hacemos sencillamente humanos.
Lo leemos en el evangelio de Juan:
«El que me ama prestará atención a mi palabra»
¿Hay algo más pequeño que la palabra? ¿Más limitado? Solo puede haber una cosa más limitada que la palabra humana: el cuerpo con el que nacemos y morimos, con el que sufrimos y gozamos, con el que respiramos. Las palabras no se gastan si las cuidamos. Nuestro cuerpo, por más que lo cuidemos, se acaba desgastando. Por eso nuestro cuerpo necesita más amor que nuestras palabras. Y, por eso, la Palabra se hizo carne. Para hacerse doblemente necesitada de amor. Doblemente limitada: por ser palabra y por encarnarse en un cuerpo frágil y mortal como el de cualquiera de nosotros.
«…y mi Padre le amará…»
Si la gratitud es la raíz necesaria del amor, ¿como no vamos a sentirnos amados cada vez que amamos lo que necesita amor: la palabra de Jesús y al propio Jesús, que es la Palabra hecha carne? Al Dios que es «aquello mayor que lo cual nada puede pensarse» no es posible amarlo. Lo grande ya es grande. No necesita nuestro amor. Pero solo allí donde no hay necesidad puede haber gratitud. El Padre ama al que ama a su Hijo por pura gratitud. Y es tal su gratitud que, como podemos seguir leyendo en el evangelio de Juan…
«vendremos a El y haremos morada en Él»
Ya no hay grande ni pequeño donde hay amor. No hay señores ni esclavos. Ni propios ni extraños. Ahora sé que lo primero es el amor. Y la fe es su fruto: fruto de la gratitud, don de Dios, que no necesita nada de nosotros pero se ha hecho pequeño y necesitado por nosotros. La fe de las personas sinceramente religiosas que no he podido querer es su fe. Su Dios es «lo más grande que cabe pensar». Pero lo grande para la razón no cabe en nuestro corazón. No necesita amor.
¿Cuál es el daño que advertimos primero? ¿El que hacemos o el que nos hacen?
¿Hay alguien que, al golpear, no se defienda? ¿O que, al huir, no crea espantar a su adversario?
¿Quien hay dispuesto a reconocer que se engaña a sí mismo? ¿Y quién no teme, más bien, que otro le engañe?
Judas fue un Judas, el primero de todos. Su propio nombre ha llegado hasta nosotros como sinónimo de traidor. Ahora bien, ¿quién defraudó a quién? Sabemos que Judas defraudó a Jesús. Pero ¿nos hemos preguntado alguna vez si Jesús, a su vez, no defraudó a Judas? ¿No sintió acaso Judas defraudadas sus expectativas acerca de Jesús? ¿Era Jesús la clase de hombre que Judas esperaba encontrar?
Los caminos de Judas y de Jesús se cruzaron un momento antes de separarse para siempre. Uno, hacia el abismo de la desesperacion. El otro, hacia una soledad abismal. En su desesperación piensa el salmista que
«todos los hombres son unos mentirosos».
Que la gente es mala o que no te puedes fiar de nadie…¿no es lo que solemos tomar por verdadero? Pero, si no te puedes fiar de nadie, ¿te vas a fiar de ti? Judas, en su desesperación, se acaba quitando de en medio. Implacable lógica.
Jesús, en su soledad, sabe en quién puede con fiar ¿se arrepintió, acaso, de haber confiado en Judas? ¿Se sintió defraudado por él? Yo creo que no. Al hombre en su soledad no le sobra nadie. Sabe por experiencia que nadie engaña o defrauda a otro si no se ha engañado primero a sí mismo. Ahora bien, ¿cómo se yo que no me engaño? Si habito en la confianza. Fuera de ella, no es posible la vida. Judas lo supo y se la quitó. A los infiernos bajó Jesús en su busca. Por eso ahora podemos cumplir el mandato del Señor:
El evangelio nos resulta, a veces, muy difícil de entender. Es muy bella, por ejemplo, su imagen del pastor que da la vida a sus ovejas. Ellas escuchan su voz y nadie podrá arrebatarselas. Pero, ¿cuál es el sentido profundo de expresiones como «vida eterna» o «escuchar su voz»? Damos por supuesto que su sentido no se reduce al de otra vida después de la muerte o al de una llamada a escuchar al Papa y a los obispos, representantes de Jesús en el mundo.
Cuando Jesús afirma que el Padre y Él son uno, ¿se limita a a afirmar su propia condición divina? «¡Tanto mejor para Él!», es lo único que se nos ocurriría decir entonces. Pero, ¿y si hay en esta afirmación algo que nos puede concernir profundamente a todos?
En nuestro mundo los medios de comunicación han llegado a ser extremadamente poderosos e invasivos: prensa, revistas, radio, televisión e internet multiplican la información que ya nos aporta el grupo de familiares, amigos y compañeros de trabajo. Llegan a nuestros oídos, pues, muchas voces. Cada una de ellas nos comunica un mensaje diferente: que esto o aquello es importante, que deberíamos hacer esto o aquello. Nunca ha habido tal diversidad de mensajes ¿Nos sorprende encontrarnos hoy con tanta gente «confundida»?
¿Por qué escuchamos una voz antes que otra? En una ocasión -estaba por entonces de moda el movimiento carismático-, me encontraba en Trois-Rivieres cuando una joven se acercó a mí llorando. Había quedado sin nada y caído en la cuenta de la tontería que acababa de hacer: dejar su empleo en Rimuski porque se lo había pedido alguien de su grupo de oración. Pretendiendo tener el don de profecía, le había asegurado que debía escuchar una llamada a mudarse a Trois-Rivieres. Ni ella supo escuchar el susurro de su ser profundo ni el supuesto profeta sabía nada de su vida. Cuando jóvenes musulmanes desesperados escuchan de buena fe la llamada de un mulah a convertirse en bombas humanas, ¿escuchan, acaso, la voz adecuada? Incluso las voces que suenan con un acento religioso pueden ser destructivas.
De una voz que resuena dentro de nosotros y nos despierta a la conciencia de nuestra propia grandeza como seres humanos: de esto nos habla el evangelio. No vayamos a creer que se trata de una voz exterior. Brota de nuestro ser más hondo. Si no sabemos escucharla, las voces de moda o los charlatanes de turno nos llevarán donde ellos quieran. Una madre no tiene dificultad en reconocer el grito de su hijo. Pero, entre los vaivenes y reveses de la vida, la dificultad es mucho mayor ¿Cómo es posible que una joven como Jacqueline, psicóloga de carrera en la región de Montreal, se vea ante la responsabilidad de construir una escuela para los Tuareg en el Sahara nigeriano, tras un viaje al continente africano con su marido y la amistad adquirida con su guía Tuareg? Lo que vio y oyó encendió la llama que ardía en su interior, es decir, lo mejor de sí misma.
Podemos decir algo semejante de un hombre o una mujer que, sin haber viajado nunca, han escuchado en el seno de su propia familia esta voz que les acerca a lo mejor de sí mismos. En cualquier caso, nos encontramos con el mismo gozo y la misma paz, signos de la voz del buen pastor.
¿Tiene algo que ver nuestra reflexión, mundana en apariencia, con el evangelio de Juan? Mucho. Cuando Juan escribe su evangelio han pasado ya muchos años desde la muerte de Jesús y desde su tránsito a otra vida. Ha reflexionado mucho sobre el sentido de una vida con Jesús y ha descubierto que no es necesario buscarle saliendo fuera de nosotros mismos. Es en nuestro interior donde podemos escuchar el eco de su voz porque somos, al fin, miembros suyos. Y solo en la medida que sepamos escuchar esta voz interior seremos capaces de distinguir los buenos pastores de los malos en nuestro mundo. Cuando muramos, solo aquello que somos de verdad -lo mejor de uno mismo- permanecerá para siempre. Es lo que Juan llama «vida eterna». El resto perecerá. La vida que realmente nos identifica y viene de Dios nadie nos la podrá arrebatar.
El evangelista va más allá aun: al ser nosotros mismos, con todos los rasgos de nuestra historia personal, nuestro rostro se empieza a parecer al de Jesús, esto es, al del mismo Dios. He aquí, pues, el misterio que Dios nos ha revelado: ser uno mismo es, al mismo tiempo y de alguna manera, ser Dios ¿Somos conscientes de esto?
Texto escrito por André Gilbert con traducción de V.M.P.
En cierta ocasión, le pregunté a un anciano profesor de Antiguo Testamento si no era acaso el de Lucas su evangelio preferido. Su respuesta fue rotunda: «¡en absoluto! El evangelio de Lucas es amable en exceso. Suprime ciertas escenas en las que hay dureza». El relato de la Pasión de Cristo llevaría, por cierto, el agua a su molino: Lucas reduce al mínimo la violencia sufrida por Jesús. No le vemos coronado de espinas ni azotado ni escupido ni siquiera abandonado por sus discípulos.
Más aun. La dureza de algunas escenas queda muy atenuada por otras mucho más consoladoras: poco después de ver a Pedro renegando de Jesús le escuchamos comprometiéndose a salvar la fe y a confirmar en ella a sus hermanos; tan pronto como el criado del sumo sacerdote sufre la mutilación de su oreja, ésta vuelve de nuevo a su sitio; uno de los bandidos crucificados con Jesús se vuelve a él y escucha la promesa de que estará con él en el paraíso; la gente que se había quedado mirando la crucifixión se vuelve arrepentida ¿No es éste un evangelio dulcificado? ¿Y si no fuera, más bien, lo contrario? ¿No pone Lucas el acento en la puerta de la vida que podemos abrir todos si aceptamos nuestros combates cotidianos? Veamos…
La clave para comprender el relato de la Pasión nos la proporcionan aquellas palabras de Lucas en la escena de Getsemani:
«En la hora de la agonía Jesús rezaba aun más intensamente»
Por desgracia, el texto litúrgico traduce la palabra «agonía» por «angustia». «Agonía» es una palabra de origen griego que viene a significar «lucha» o «combate». El verbo «agonizar» significa, ante todo, «combatir» o «luchar por». Aceptar los combates de la vida no es posible, ciertamente, sin ansiedad, turbación y angustia. Pero no es la angustia sino la lucha misma lo que da vida. Cada vez que recordamos la vida de Jesús, asistimos a combates en muchos momentos de la misma: las luchas interiores más variadas, desde el episodio de las tentaciones hasta el duro testimonio de su proceso, pasando por sus curaciones e invitaciones a cambiar de vida.
Vivir es luchar sin tregua a fin de nacer a nosotros mismos y ayudar a otros a que nazcan, también ellos, a sí mismos. La impresionante historia del noruego Bose Ousland y del sudafricano Mike Horn puede ayudarnos a entender la lucha de la vida. En Enero del 2006 salieron de Siberia y llegaron al Polo Norte en marzo de ese mismo año, en plena noche ártica. Todo el camino lo hicieron a pie y esquiando.
Lo que recuerdan ambos más intensamente no es el haber llegado al Polo Norte sino el combate de cada momento, la victoria sobre la tentación de abandonarlo todo cada vez que la banquisa, empujada por los vientos en dirección contraria, les forzaba a retroceder, la lucha contra el intenso frío que congelaba sus dedos y su rostro, los contados pasos que lograban avanzar cada noche, con más de 150 kilos de carga a sus espaldas y sin visibilidad alguna. Dejar de avanzar suponía la muerte. Al fin, no fue el Polo Norte lo que se encontraron sino, en cierto modo, a sí mismos.
La mayor parte de las veces no elegimos nuestros combates. Alguien que se encuentra con un diagnóstico de cáncer, ¿ha elegido este combate? Una pareja con un hijo discapacitado, ¿ha elegido este combate? Alguien que se ocupa de su padre enfermo o sin movilidad, ¿ha elegido tener a su padre en un estado así? ¿Y qué decir de la persona que descubre un día su homosexualidad? ¿Podríamos cambiar algo si echasemos la culpa de todo a unos genes defectuosos o a unos padres responsables de nuestros problemas con el alcohol o la droga? Lo único que cuenta es la lucidez de reconocer que tenemos ante nosotros un combate, aceptarlo y encontrar la vida en él.
De esto nos habla la escena de Getsemani. En ella vemos a Jesús debatiéndose entre aceptar el combate hasta el fin, muerte incluida, o poner tierra de por medio. Por Lucas sabemos que Jesús debió de rezar con todas sus fuerzas y sudar gotas de sangre, lo cual da idea de lo difícil que fue para él la situación. Pero el evangelista quiso poner de relieve, ante todo, la vida que el propio combate suscita desde el principio. Hay aquí algo contagioso: uno de los malhechores crucificados con Jesús se resiste a maldecir su propia suerte y acepta un nuevo combate volviéndose a Jesús. Éste le abre entonces las puertas de una vida inesperada. La gente que se fue del Golgota dándose golpes de pecho se enfrenta ahora al reto de una vida nueva.
Aceptar o no el combate de la vida es algo tremendo que está en nuestras manos ¿Amamos la vida de veras? Si la amamos sabremos qué decisión tomar.